viernes, 21 de diciembre de 2012

Yo me confieso.

Milo Manara


Yo me confieso de elegir siempre un hombre para contarle mis pecados. Esos que me reportan durante días la satisfacción de haberlos perpetrado. Pecados todos ellos que no debo contar más que a esos hombres de mi vida que pasan por ella para quedarse sin que nos una más que la complicidad.  Hombre ante el que confieso sin pudor, aguantándole la mirada mientras le relato con todo lujo de detalles hasta qué punto he llegado, que seguro que ha sido un poquito menos de dónde él imaginaba y un poquito más de dónde yo estaba dispuesta. Los hombres entienden de pecado; las mujeres intentamos superarlos. 

Y lo logramos. 

No hay mejor público que el masculino para saber la verdadera consecuencia del pecado cometido. Y acostarse con un señor casado seguro que lo es. O eso decían todas las monjas con las que estudié, solteras todas ellas. Por muy delicioso que a mí me parezca... Ese es un pecado de los buenos, de los que dan puntos, de los que me garantizan mi retiro en el averno del que no querré salir jamás. Para así reencontrarme de nuevo con cada uno de los que pecaron conmigo; que al fin y al cabo el contrato lo firmaron ellos y no yo. 

Mis confesionarios son lugares oscuros mucho más cómodos de lo que el Santo Padre podría permitir. En los que pido gintonic sin florituras, que yo soy de Tanqueray y queda el espacio justo para que pueda mi confesor recrearse imaginando qué habrá pasado por la cabeza del perfecto marido al que parezco haberme merendado ¡Slurp! 

Yo, pecadora confieso haberme esmerado en detallar cómo dejé que me lamieran los muslos. El roce de la lengua húmeda consigue erizarme la piel. Claro que sí, los pezones también. Miro al confesor a la cara para saber si realmente hice bien al abrir un poco más las piernas justo en ese instante. Parece como si me diera pudor reconocer que lo único que pido es que me lama entre ellas. A mí, que huelo entera a ámbar. Puede que esta declaración no sea tanto de intenciones como de ambiciones. Necesito saber si sabrán ambos, confesor y pecado, que no tengo ninguna necesidad de que me cambie por su "paquete completo" que incluye un último bebé con pañales. En realidad sólo un hombre puede aconsejarme si hacer un nudo con las piernas alrededor de una cintura desposada y que me la meta hasta bien dentro, puede ser interpretado como algo más que lo que es. A juzgar por lo que he gemido al no reconocer hasta dónde iba a llegar, yo diría que se trata de un buen polvo. Admito haberle acariciado la piel que recoge sus huevos, aunque puede que tenga razón este sacerdote laico, notó perfectamente las uñas. 

-¿Te gusta el color? Rojo puta. 

Trato tan solo de dilucidar si puedo garantizarme independencia emocional a pesar de haberme corrido antes de tiempo. Y nadie como mi confesor para escuchar que no iba a dejar que un hombre casado y con hijos creyera que debía conformarse con alimentar su ego. Si a mí no me tiene que dar de comer. A mí solo me debe follar. Hasta reventar; son unas horas, nada más. Luego quiero que regrese a su hogar, lindo y dulce hogar. Y si me folla así de bien sin encajar las manos en mis teta porque no las conoce, será porque quiere correrse en piel ajena. Ni tan inmaculada, ni tan tersa. Solo  otra. Aunque sería irónico que también su mujer le recorriera la verga parando la lengua en ese borde de carne que la corona. Cerrando la boca y arrastrando los labios.  Despacio. Mojado. Para que solo la punta alcance la garganta apoyada en la lengua. Tendré que confesar que no paré hasta que se corrió. Los pecados jamás se disimulan. No sirve de nada. 

Me confieso ante un hombre. No sé reconocerme si no es ante uno de ellos. Sé que sus penitencias son las únicas que me salvan.