viernes, 20 de diciembre de 2013

Segundón de primera



Jaime Córdoba del Américas (EFE)


Se puede soñar con marcar el gol decisivo de una final de Champions. Recrear hasta la saciedad ese momento en el que atraviesas medio campo escapando de los jugadores del equipo rival, fintando al que osa acercarse de más, demostrando que merecieron todos esos sufrimientos, dolores y retos que te marcaste en cada uno de los entrenamientos. Has sabido mirar por el rabillo a tu compañero, hacerle el gesto oportuno para que se dé cuenta de que estás solo, que los defensas lo siguen a él y se olvidaron de tu bendita presencia. 

Te lo pasa. Lo tienes. 

Te mueres por explotar de felicidad cuando veas estrellarse el balón contra la red. El gesto de derrota del portero que calculó mal y cae rendido sobre el césped mascullando su mala fortuna de no poder evitar tu trallazo. No, no podrá. Se colará por la escuadra. En un segundo pasarán por tu cabeza todos los malos  momentos de tu trayectoria profesional. Los gritos, las exigencias, las ganas de tantos de que compitieras con más rabia. Los dolores físicos, los dolores del alma. Las inseguridades. El vértigo. El miedo a dejar de pertenecer a un equipo. 

Todo se diluirá cuando marques el gol de esa final de Champion.

Pensarás en los tuyos, en los que más quieres. En tu padre que te llevaba  a entrenar hiciera un sol de justicia o diluviara. En tu madre, que dejaba caer un bocata grande en la mochila porque sabía que terminarías muerto de hambre  y en tus bolsillos pocas veces hubo las suficientes monedas para comprarlo en el bar, camino a casa. En tu primer entrenador que apostó por ti y se empeñó en que jugaras con los que aún no te correspondía. En tu chica, en tu hijo. En esas dos personas que lloran de felicidad en esos momentos viendo al hombre de sus vidas tan inmensamente feliz. Admitirán entonces que mereció la pena todas y cada una de tus ausencias. 

Pero a ti te escupe la realidad a la cara. 

Tú no pasas de la mitad de una tabla mediocre, no se te olvide.Tienes una ficha escuálida que ni siquiera te permite irte estas Navidades a ver a tu familia. Que vive en Barcelona, querido. No en Sebastopol. Llevas años sin poder adquirir algo que no sea imprescindible y tienes que compaginar tu trabajo en el club de fútbol con otros dos para llegar a final de mes. 

Esta es la vida que elegiste.

Y vas cumpliendo años, claro. Y cada vez cuesta más subir por la banda izquierda detrás del balón sabiendo que la vida se te va en recuperarlo, manejarlo, controlarlo y seguir avanzando. Ni las piernas responden como antes ni le caes especialmente bien al presidente de tu equipo.. El que decide tu ficha, el que te pone el sueldo, el que decide realmente desde un oscuro despacho si mereces seguir con ellos.

Y el árbitro...¡Ay el árbitro! Siempre les caíste como el orto. A todos. Por hacerte notar, por ser tan meticuloso con sus actuaciones como si no existiera el error humano. Por exigirles profesionalidad en un mundo en el que cada vez hay menos. Hay alguno que te tiene especial ojeriza pero la culpa es tuya que no le perdonas que no pitara aquel penalti claro que te hicieron dentro del área y te dejó a dos puntos exactos de subir a Primera División, ¿recuerdas? Os la estábais jugando con ese equipo que siempre os huele el culo todas las temporadas. El empate no sirvió de nada; aquel penalti habría sido vuestra única salvación. Y tú lo habrías marcado.

Aquí estás. Jugando en la Liga que te corresponde. Brillando solo a medias, marcando  cuando se puede. Alegrándote con las pequeñas gestas frente a equipos igual de anodinos que el tuyo. Del montón. De los que sobreviven.

Nunca jamás abrazarás "la de las orejas" más que si esperas al equipo vencedor en el aeropuerto, alguno de los héroes se apiada de ti y te deja hacerte la foto correspondiente con un nudo en el pecho que no te dejará respirar. Aunque no seas de ese equipo, aunque no merezcas serlo. Aunque ni siquiera hayas tenido el valor de irte a jugar al Cádiz C.F. como hizo "Mágico" González simplemente porque lo que adoraba era vivir en la Tacita de Plata.

Asume de una puta vez que tú apenas eres un segundón de primera.



jueves, 31 de octubre de 2013

Te espero en el infierno.


Joan Vilatoba, 1915


El día que me muera quiero que alguien pague por una esquela en el periódico. Que se gaste la pasta en celebrar que cumplí mi misión aquí, que marcho hacia ese lugar en el que saldaré todas mis cuentas. Bautizamos como "el tonto de la medalla" al vecino que vino hace más de un año a mi casa a comunicarme que me retiraba el saludo "por sus profundas convicciones religiosas". Provocándome toda la hilaridad del mundo. Corroborándome que a qué mejor sitio ir cuando no sea lo único que he querido ser en esta vida: carne. 

Yo no iré al cielo. 

Mi hermana asume hace tiempo que habrá una esquela en la que no quedó otra que rubricarme el personaje. Una protagonista que pudiera unir las medias de tela de araña, los tacones de 11 centímetros, la última infidelidad de Hanif Kureishi y una copa de buen vino. Una caricatura de mí misma  que geste su dolor siempre en la boca del estómago, en las tripas, dejando que ascienda serpenteando por la tráquea hasta formar ese ovillo enredado en mitad de la garganta. 

El que hay que escupir. Así. 

Ella que me quiere casi más de lo que puede permitirse, sabe que es importante que mi esquela aparezca ahí, en prensa. Para que en el momento de tirar las cenizas donde tenga a bien esparcirlas, se acerque más de uno. Aunque sea a mirar. Reunir en torno a mis caderas a todos y cada uno de los que bebieron en sus curvas, comieron en sus hondonadas y flanquearon la puerta. 

Ya que llegaste hasta aquí, aprovecha que tuviste los diez dedos agarrándolas enteras. 

Para rizar el rizo, me gustaría que mi propia liturgia coincidiera con la noche de difuntos. Que mis amantes vinieran cada uno desde su tumba. Ordenaditos o de revolera. Mirándose a la cara, distinguiéndose. Preguntándose a sí mismos si aquel puede que sea el que conoció secretos monárquicos un buen día de difuntos al tiempo que sujetaba mi mandíbula entre sus piernas. 

Sí, ése es. Por algo parece un drácula.

Reunión de pervertidos que siguieron mi reguerito de ámbar. Se lo dejé a cada uno pegado a la piel al cometer la fechoría de restregarla con la mía. El olor amaderado que no arrancaron por mucho que restregaran esponjas, por mucho que disimularan con los perfumes que otras les regalaron. Merezco además mi propia escena hilarante entremezclada con sorbidos de mocos. Y una buena ráfaga de viento que me una para siempre con toda la cinematografía que me hubiera gustado filmar.


Conduciré mis pasos hacia ese averno al que me han condenado. Donde espero estén todos y cada uno de los villanos que se empeñaron en llegar antes que yo. Seducirlos de nuevas o repetir con los que merecieron un bis. Sacar la groupie que llevo dentro y enloquecer sobre ellos. Honrar a esos muertos del único modo que sé, sacando de debajo de mi nueva cama, la que entonces esté rodeada de fuego, una inmaculada colección de zapatos de tacón para ascenderlos, enfundandos en los pies,  a los cielos de los hombros del que profundice en mis cuevas. 

Será en ese infierno en el que conmute mis pecados donde vuelvan a agarrarme los tobillos para que clave las rodillas y las manos en las sábanas. Para que pegue la cabeza a la almohada. Para que espere la resurrección de mi carne que me llega con cada pecado y lo haga en el único lugar donde podrían permitirme el lujo de elegir la plegaria cuyo salmo idolatro. 

Tranquilo, solo he muerto. 

Y te he esperado en el infierno.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Sácame a pasear

Linda Evangelista por Hemult Newton


Calibro a los hombres en dos clases bien diferenciadas. Los que me sacan a pasear. Y los que no. Me gustan los primeros, de los segundos me desprendo rapidito. 

No pienso entrar a discutir que no necesito que me pasee nadie. A estas alturas de la película tengo poco que guionizar al respecto. Solo que me gusta en numerosas ocasiones acompañar(me) de los imprescindibles con los que hablo, comparto, maleo y tomo el vermú. Con el que toca también se folla. Que nos conocemos...  

Que me paseen por todo Madrid resulta imprescindible para que les tenga respeto. Que me luzcan como lo que soy. De lo mejorcito de sus vidas.  Eso da puntos. Muchos. 

Sácame a pasear esta noche, anda. 

Solo tuve un hombre que me luciera nada más que a solas con él. Lo amé de ese modo raro que me da a mí por amar cuando lo hago sin sentirlo pero obligándome a que exista. No es amor. Es obligación. Y una vez que nuestra relación dejó de ser porque sí, porque nos apetecía y queríamos,   no quedó otra que hacerlo desaparecer. Al menos de mi vida. 

Hace casi ocho años que no lo veo.  Bien. 

A cambio, irrumpió otro que se tiró un porrón de años agarrándome del culo paseándome por todo Madrid. En vez de pasarme el brazo o darme la mano, a éste le gustaba cerrar bien la mano aprisionando uno de mis cachetes; decirme que le gustaba mi culo así de duro y guiar mis pasos que él quería entaconados. 

Me cambiaba aquellos tacones rapidito por cualquiera de los que están debajo de mi cama, de esos que no pisan asfalto. Arrugo las sábanas clavándolos en el colchón, el mismo que vamos a reventar tú y yo. 

¿No querías verlos? 

Ahora me toca a mí pasearme a mi antojo encima de ti. Así. No me miden tanto las piernas como pensabas, pero puedo anudártelas al cuello mientras me retuerzo. Empieza besándome los dedos de los pies y sube despacio hasta arriba, hasta encabestrarte en mi monte de venus. Me has exhibido por medio centenar de calles, lúcete lamiéndome que soy tu premio. 

Te ovacionaré con mis gemidos en cuanto además de comérmelo, me honres con tus dedos. Aquí cada uno chulea donde le da la gana. Yo, prefiero en la cama. 

Hay que ser de otra carne para elegir ser la amante que no se exhibe. Y yo la poca carne que como la quiero cruda y aliñada. 






miércoles, 28 de agosto de 2013

¿Cenamos?


"El garbanzo negro"; C/Sacramento, 18 (Cádiz) Foto: Julián Jaén



Busquemos una excusa para salir a celebrarlo. Sea lo que sea. Vayamos a esa taberna en la que podamos hablar, reír y airear nuestras vidas, mientras comemos lo que más nos apetezca. "Yo como de todo. ¿Y tú?", esperando que me digas que sí, que me siente en esa mesa. Si hemos llegado hasta aquí no te pongas melindroso. 

Te gusta todo. Como a mí. Solo faltaba. 

Tendrás que elegir tú; normas de la casa. Ya te he dicho que tengo buena boca, así que no me hagas escoger. Qué quieres tú; yo ya me tengo muy estudiada. Que yo me dé cuenta de quién eres; venga. 

¿Vamos de vinos? Perfecto. 

Eso implican tapas. Mitad frías, mitad calientes, no discutamos antes de tiempo. Quiero saber de una vez, si eres más de acedías fritas o de solomillo de cerdo ibérico con foie.  

No es lo mismo coger con los dedos las puntillitas fritas y las tortillas de camarón, que pedir aceite (de oliva virgen o te parecerán ruines) y dejar caer un pequeño chorrito sobre el canapé. Sí, con ese gesto de exquisitez gastronómica, de ser una simple tapa la has convertido en canapé. Mucho más fino. 

¿Eres de los que en el fragor de la conversación no puede terminar de masticar? ¿Veré un poco de comida en tu boca? Quiero comprobar si desmigajas el cazón con los dedos o si descubres al primer mordisco las croquetas de boletus. La ración las trae mezcladas; vete tú a saber cuáles son. 

Me gustará tu originalidad para no limpiarte los dedos de la mano con la servilleta. Buscarás el pretexto perfecto para llevártelos a la boca y lamer intentando alcanzar una pizca de sal de las gambas. Qué ricas están, ¿a que sí? Y si te da por la brandada de bacalao con ali oli, me parecerá bien. Aunque te sugiero que no me lo pongas tan difícil. Ajo a la primera, no. El jamón de pato lo traen sudado. Muy rico. Tanto como para que me vaya a intrigar muchísimo seguir el rastro de su recorrido por tus labios. Será un lametazo rápido que robaré. 

Así, ven... 

Tengo la sana costumbre de quedarme justo enfrente para cerciorarme de que no solo me miras a los ojos cuando hablo yo; solo faltaba. Si cenas conmigo también tendrás que mirarme a la cara cuando hables tú. ¿O aspiras a que Cristina Rota te descubra por la calle y ensayas tu gesto de chico perdido conflictivo? Lo siento, el papel ya se lo llevó Dani Martín y Bigas Luna fue el último que intentó sacar provecho de semejante cobardía. 

A cenar se viene leído

¿Quieres postre? La leche frita casera rezuma lo suficiente como para que cuando me des a probar, puedas seguir el recorrido de la gota que caerá desde la cuchara camino de mi boca. Tranquilo, no chorrea; solo humedecerá la piel contra la que se estrelle. Seré entonces yo la que calcule las probabilidades de que me compense que te resarzas del resbalón. Mientras tanto, déjalo. 

Ya me limpio yo el escote.   

Si en esta taberna podemos tomar un café, lo quiero con hielo y una rodaja de limón. Lo bueno de juntarse con Mamen es que aprendes a vivir rico. Por eso le salen tan bien los guiones a esta mujer que tiene el nombre en clave perfecto para Iñaki Urdangarín: Mamen del Castillo. 

Por supuesto, el chiste se le ocurrió a ella. 

A todo esto no le he prestado ninguna atención al vino, perdona. No recuerdo haberlo probado antes a pesar de que no soy ninguna experta en caldos. Solo sé que me gustan. Mucho. Me apabullan los hombres que saben de vinos. Máxime si son capaces de elegirlo resumiendo su calidad en una sola frase para explicarme por qué ése y no otro. Apenas cinco palabras perfectamente hiladas con los adjetivos exactos que describen cómo es el que se escoge en una carta en la que hay más de tres... A mí. Que más allá del Pago de Carraovejas no se me ocurre ninguno. 

Tenías que escoger tú; ése era el trato.

Disfrutaré observando cada uno de tus movimientos durante la cena, calibrando cómo usas las manos cuando te mueres por llevarte un pedazo de lo que sea a la boca. ¿Devoras? Yo sí. Observaré si te gusta la carne o el pescado, el dulce o el salado, el frío del bacalao que apenas ha abandonado la cámara frigorífica o más bien te cuesta esperar a que se temple el revuelto de caviar de erizos. 

Come y déjame que sepa más de ti y entérate de lo que quieras de mí.Yo me chuparé los dedos. 

Solo te pido que si vas a escoger el vino, elijas bien. No vaya a ser que jamás desperdiciara la oportunidad de tener una buena excusa para volver a brindar contigo.  



sábado, 10 de agosto de 2013

La guerra de todos los veranos.

Réne Gruau

Nos gusta que nos miren. Mucho. Nos chifla que se den cuenta de que entramos en una habitación, detestamos que nos ignoren, nos apasiona que se den la vuelta para corroborar que somos reales. Esa sensación sublime de mantener la mirada de desconocidos, sortear las de los que nos critican, supeditar la de los que nos imaginan. Nos supera. 

Dejamos de mirar cuando nos acostumbramos a lo que vemos. Y a mí me gusta que dejes la luz encendida si tienes previsto meterme mano. 

No me perdería por nada en el mundo confirmar que eres de los que me agarra las caderas cuando me pongo encima de ti. Que tienes las manos grandes, si lo sabré yo. Pero encima quiero ver cómo aprietas los labios, mordiéndote un poco el de abajo y sacando colmillo. Es como en las películas porno; prefiero planos cortos y elegantes de una lengua repasando el sexo perfectamente depilado de la actriz. 

Así entrarás mucho mejor, ¿lo ves? 

De eso se trata: de ver. De que me veas y yo a ti. De que me tengas y tenerte a ti. De querernos como si no hubiera un mañana porque no lo hay. De que no dejes de buscar mi cara cuando tuerzo el gesto al partirme en dos con la repetición de tus embestidas.Todo un compendio de virtudes que aparcamos con nuestras parejas oficiales y que llegado el verano recuperamos con nuestros amantes.

Será por eso, porque nos gusta que nos vean, por lo que yo me he cruzado estas semanas con cierta infidelidad perfectamente paseada. Parejas erráticas que no erróneas. Ya me cuido yo muy mucho de valorar si mejor con sus respectivos o con los amantes de este verano. Y entonces me doy cuenta la de años que hacía que no veía al infiel besando en la calle a sus amores de libro. 

Entramos en los cuarenta revolviendo los mismos armarios pero buscando en diferentes cajones. Los reyes del melodrama.

Nada más excitante que tentar a la suerte de que nos pillen. Ese debe de ser el único motivo por el que yo me cruzo por Chueca con el soldado que va a perecer en el campo de la indiscreción. Porque todos luchamos con las mismas armas. Nos gusta que sean otras manos, no las de siempre, las que nos quitan el vestido y acarician nuestra espalda. Otro olor más amaderado y menos dulce el que deja regueritos invisibles por nuestras corvas. Dedos que tuercen hacia otro cuadrante sorteando la gomilla de la braga, implorando camino libre. Calibramos los nuevos besos reconociéndolos como ajenos. Regalados. Caducos. Besos que no nos pertenecen, que no podremos guardar.
 

Amores de verano de los que no querremos ni acordarnos o como mucho pasarán a engordar una larga lista de pecados de los que no cumpliremos penitencia. Amores furtivos con los que no tenemos prejuicios. Amantes de los que no nos escondemos, el calendario ya echó a quienes nos obligan a disimular. Los que nos ven no importan. Los que nos duelen no ven. Los que presencian envidian. Calorinas batallas que ubican sus tropas apoyándolas en un coche aparcado en cualquier calle, tanques de deseo que separan las piernas, lo justo para que avancen en fila india los batallones que atacan detrás de la oreja, esos que se empeñan en demostrar aún más talante incluso cuando conquistan el bastión.

Y se apoderan de él. Estas batallas están ganadas. No habrá revancha. 

Siempre llegará el mes de septiembre a salvarnos de toda rendición. 







miércoles, 24 de julio de 2013

Silencio; se rueda.




Jesús Robles y María Siveyro en la entrega del Premio Especial a la librería "Ocho y Medio", que les entregó el secretario general de la Unión de Actores, Jorge Bosso (dcha). EFE/Archivo


- Qué gran actriz se está perdiendo el cine español contigo. 

Las frases de Jesús parecían sacadas de una película. Las declamaba acabándolas con la musicalidad del que se ríe de todo. Distanciándose de lo que era cruel, amansando lo que era salvaje. Dejando su impronta. Su firma. Parecían sacadas del guión de una buena película. La suya. 

Jesús no merecía morir. Como ninguno de los que se mueren antes de tiempo, Jesús tendría que seguir aquí. Su final solo podía ser un "The End" en mitad de una pantalla gigante, de esas que aparecen al final de las películas, escritas con buena caligrafía. Y así fue. Autor de las mejores películas de mis reconstrucciones emocionales, Jesús guionizaba esos encuentros que parecían fortuitos, cocinando durante todo el día para reunir a unos cuantos en torno a su mesa. A comer enfrascados en conversaciones en las que nos abríamos en canal. Política, miedos, valores, amistades, sueños, rupturas y hasta amantes. Nos llevábamos todos nuestros fantasmas para escupir nuestras mierdas y poder terminar todos riéndonos de ellas. 

También nos reíamos de él. De su vehemencia, de sus cabreos, de su tristeza por las injusticias que le ocasionaba haber apostado por algo tan pecaminoso como el cine español. El español, nada menos. Y no porque no tuviera razón, más que un santo, sino porque era incapaz de formular su enunciado sin terminarlo con una idiotez o un cotilleo goloso que alejaba rápidamente la conversación del dolor y la recuperaba en torno a la guinda sabiamente colocada. Sin desvelar secreto alguno; endulzando con un postre. 

La palabra de Jesús era la fábula que María confirmaba. Tenía la imperiosa necesidad de transformar el melodrama en comedia, muy a lo Howard Hawks.  Era ella la que terminaba el relato que su marido había convertido casi en sainete, para no dejar a la audiencia con la duda. Ellos dos, su hija Begoña y Lucas, el perro faldero de la familia, formaban muy buen equipo. El mejor. 

Jesús siempre supo que iba a morirse. Lo tenía claro. Maldita la gracia que le hacía pero era capaz de terminar el diálogo que debía propiciar que todos los espectadores lloráramos a moco tendido, con una de sus frases gloriosas y arruinarte así la posibilidad de desatar tu nudo. 

- Saldré en los homenajes de los próximos premios Goya. 
- Tú eres idiota, Jesús. 
- ¡Siempre quise verme en cine!


Así dejó de discutir conmigo, empeñada en ir a su casa a verlo porque sabía que la quimioterapia lo dejaba baldado. La decrepitud no iba con él, como tampoco va con ninguna de las grandes estrellas de Hollywood. Jesús era cinematográfico hasta para eso. Y ya que no había podido elegir la escena final, ésa que sale justo antes de que aparezcan las palabras finales, Jesús decidió que mi último recuerdo con él fuera nuestra última cena, a finales de invierno. Con un grupo de amigos, cada uno con sus mochilas, intentando salvar nuestro mundo y de paso el que compartimos con el resto. 

María no descansa. Para qué. La librería sigue abierta aunque el ayuntamiento se empeñe cada dos por tres en sacarles un fallo a ver si puede deshacerse del hervidero ése en el que lo mismo hay teatro, que te tomas  un café delicioso. Un lugar en el que se proyectan los cortos de Iván Zulueta con toda esa carga que a mí personalmente me abruma. Y se traen a Will More, el protagonista de todos. Encima. Para verlo tomar un agua con gas en esa terraza divina en la que pasar este sofoco de mes de julio, que como siempre vino para quedarse hasta primeros de agosto.

Con los ojos un poco más gachos pero igual de sensata que cuando terminaba la escena que su marido dejaba inconclusa, María tira del carro. Se empeñó durante 34 años en pasar por actriz secundaria de la película en ocho y medio que rodó junto a Jesús. Como si eso fuera posible. 

Ese guión se escribe con ellos dos al alimón. Que uno de los protagonistas ya no esté no cambia la esencia de la película; una película que se sigue rodando. Hasta el final.

jueves, 27 de junio de 2013

Italianos

Gianluigi Buffon


He estado en Italia una docena de veces. La primera, una semana con una amiga; la segunda yo sola, más de veinte días. Además, una media docena de veces por cuestiones profesionales, la última cuando murió Juan Pablo II. Incluso me mandaron casi un mes a Cervinia, Valle de Aosta. Un lugar precioso y aburridísimo, en el que no había más que los lugareños y la selección española de esquí paralímpica preparando los Juegos Olímpicos de Nagano'98. Bendita cita llena de pecados... 

Pero esa es otra historia. 

En total, debo de haber pasado unos 3 meses en Italia. No está mal. Hablamos de Italia. Ese país donde los hombres más apuestos del planeta, siempre perfectamente aseados y vestidos, persiguen, agasajan y conquistan a todas las mujeres que conozco. A todas. 

A todas menos a mí. Soy con toda probabilidad una de las pocas mujeres que no han ligado con un italiano en Italia.

Y mira que les he dado oportunidades... Si a mí se me conquista con un poco de labia, muchas risas y sobre todo rapidez mental para soportarme. Qué necesidad hay de marear la perdiz cuando lo peor que puede pasarme es que todo quede en un polvo que no se repetirá y con suerte puede hasta que me den literatura. 

Pues no. 

Claro que he tenido aventuras en Italia. Sólo faltaba. Si no fuera así me sentiría repudiada casi por la madre patria, la que pudo verme nacer en la misma proporción que ésta. Incluso en una ocasión tuve un amante italiano que fue a verme a Roma. Era yo la que trabajaba allí, no él. Y lo conocí en la Gran Vía. Así que ése no cuenta. 

Pero ligarme a un italiano mientras paseaba por Villa Borghese, jamás. Ni siquiera por Campo dei fiori. Y mira que me llevo bien con Giordiano Bruno, uno de los primeros en hablar de otras vidas mucho más inteligentes en otros mundos. 

No estos mierdas. 

El caso es que ningún italiano ha tenido la delicadeza de cruzarse conmigo por cualquier ciudad de su país para susurrarme "bella" a la luz de la luna, como le ha ocurrido hasta a la vecina del primero C. Sí, la que no me saluda. 

Y les tengo unas ganas... 

A mí ese look italiano me apetece mucho; confieso. Porque mira que he visto italianos horteras en las playas españolas, de esos de peto vaquero sin camiseta y todo. Pero si pienso en cualquiera de los italianos que he conocido en su país, confieso que la mayoría eran elegantes, educados, amables y alguno hasta guapo. Me llevaron a cenar, me pasearon en moto, me enseñaron a golfear en Roma y vi amanecer con alguno de ellos. 

Sexo, cero. 

Ni un beso, ni un roce, ni un mantenerme la mirada para hacerme creer que puedo perderme en sus brazos porque siempre me enseñarán cómo salir de sus vidas.Reconozco llevar un poco mal eso de que no me hagan ni caso y actúen como si fuese transparente. Yo, que en Madrid soy la reina de Moratalaz, chaval. Donde no se me resiste ni uno. 

No me queda otra que conformarme con imaginarlos. Y elijo que mi italiano preferido, por supuesto tengo uno, prepare desayunos repletos de frutas y zumo de naranja.  Tempranas comilonas con tostadas de pan de centeno, mantequilla salada y sobre todo mermelada casera. Sí, casera. Cocinada por él. Almibarando  hasta conseguir una jalea cuajada de bocados de fruta para que la que más nos guste sea la de higos. Morada, dulce, rebosante de pepitas diminutas. 

A mi amante italiano le da por untarla sobre un un lecho blanquecino con el toque de sal, que se derrite al caerle la  mermelada purpúrea. Juega de nuevo a alcanzar con la lengua hasta el último resquicio que queda a la vista. Y los que no se ven también. Utilizando en ocasiones los dedos no vaya a ser que en algún hueco quede un pequeña porción de mermelada de ésta que tanto le gusta comer. Así, claro que sí. Sabiendo que si giras un poco los dedos sin dejar de buscar con la boca toda la confitura será un placer escuchar el crujido de la tostada. Esa boca sólo puede tener ese objetivo si se trata de que yo la esboce.

Hay sonidos que me delatan. 

Yo a mi italino lo quiero capaz de abrazar al contrario demostrando respeto después de la última pelea. Respeto y admiración. Un tipo de esos que descienden hasta los infiernos si su escuadrón pierde los galones en un asunto escabroso. Salvaje la curita de humildad que tan bien le viene. Mi hombre sabe que volverán a alcanzar de nuevo el cielo, por muy de segunda categoría que esté su destierro; sólo es cuestión de tiempo. Y ya que no fui tan afortunada, me resarzo recreando para mí solita esos desayunos de mantequilla salada y mermelada de higos que terminan crepitando.


No vaya a ser que en mi próximo viaje a Roma me venga cualquiera de uno noventa y uno y ochenta y tres kilos de peso. Lo preferiría con los ojos verdes, pero me conformo si son azules.Y con las manos enormes, de esas que recogen al vuelo lo que le echen.

Incluida yo.

viernes, 31 de mayo de 2013

31 mayo 2013

http://styush.com/






Yo, que soy muy de almacenar fechas, tenía marcado el 31 de mayo en el calendario. Desde noviembre de 2012, que tuve la suerte de que me miraran a la cara y me dijeran "Me gustas". Así, en la primera cita. Con lo que impresiona.

Ni siquiera miramos en un calendario la fecha, la dijimos así, a voleo. Calculando mentalmente cómo podría ser esa espera. Pensándonos cada día, imaginándonos de nuevo frente a frente. Citándonos a decidir qué hacer con nuestras vidas. Si seguir acunados cada uno por separado o buscarnos entre unas sábanas recién estrenadas. Y enredarnos. A ver qué pasa. 

Poco más de 6 meses ganándome a pulso la penitencia que me va a caer después de cometer el pecado que estoy dispuesta a perpetrar. Completa. Enterito. De principio a fin. Admitiendo que soy yo la que ha magnificado esta relación; asumido está. No nos vamos a engañar, soy la reina del melodrama. 

Anoche recibí su mail. Primero una disculpa por no haber escrito antes, tres líneas escasas en total, finalizando la última frase con un "mucho mejor". Apenas una caricia después de haberme precipitado. Sí, soy así. Bastó que en un mail me pidiera que adelantáramos la fecha, la del 31 de mayo de 2013, para que yo confesara .

Con eso me basta. 

Me asaltan mil dudas, le habré dejado de gustar. Se habrá mordido la lengua arrepintiéndose de aquella conversación cargada de proposiciones de lo más deshonestas. Después de horas y horas de cómo, cuándo, dónde y con quién he querido. Permitiéndomelo todo

Sí, todo. 

No juzga ni cuestiona que tenga amantes más jóvenes, de esos que esperan a que se apague la luz en el portal para meter la mano debajo de la falda buscando el borde de la braga y acariciar todo lo que deseas que te acaricien. Ni le importa lo más mínimo que me esconda en el mejor espectáculo de sexo del mundo, una habitación con un escenario sobre el que gira una cama mientras se folla disfrazada con la parafernalia elegida. Y los juguetes que quiera. Esposas, cintas de cuero, bodys, consoladores.. Todo. 
Mientras ocho desconocidos miran desde sus cabinas. 
Masturbándose contigo, por mí. Eso además de pagar 100 € por ese espectáculo totalmente deseado, provocado y disfrutado por los actores. O sea yo. 

Todos los amantes que quiera. Todos. 

Me lo consiente pero me pide que espere. Que espere más. Y lo dice sin poner fecha. Sin trasladar la respuesta a otro día, sólo que espere. Cediéndome tan sólo ese "mucho más" al que me aferro con las manos y hasta con estas piernas que envejecen fatal pero siguen siendo largas. Para atarlas a la espalda, hincarlas en sábanas y apoyarlas en hombros con las sandalias de tacón en los pies. Y ver entre ellas la cara del que justo un momento antes lamió buscando y encontrando. 

Quién puede esperar con semejante panacea. Haciéndome sentir la verdadera persona que quiero ser. Engolosinándome con ese autorretrato perfecto. El que corona este post fotografiado por una mujer, Anastasia Chernyavsky. Y no, no me gusta del todo su trabajo, pero ésta instantánea me fascina. Desnuda, con su bebé en brazos, su hija abrazada a la otra pierna y una gota de leche cayendo del pecho. 

Espero; cumpliendo mi penitencia por permitirme vivir del único modo que siempre quise. Porque también estoy de celebración: hoy hace 32 años que hice la Primera Comunión. El cuerpo de Cristo se lució conmigo. Prefiero de siempre las obleas de Salamanca. 

Espero; preparándome también para el rechazo. 

Pongo una única condición: Descarnémonos sin hacernos daño. Es todo lo que nos queda. 



jueves, 9 de mayo de 2013

Un nombre para el pecado.

Celia Blanco en una ilustración de Carlos Díez, amigo y admirador de la actriz


Ponte tú ahora a explicar por qué no te haces llamar por tu nombre en todas las redes sociales en las que has tejido las últimas amistades. Como si fuera tan fácil. A ver quién se cree que tuviste la suerte de que te abrieran el camino iluminándolo todo con tu nombre y encima dejando el pabellón así de alto. Tan alto que ya sólo pronunciarlo por teléfono crea más expectativas de las que jamás podría levantar. Lo confieso: yo no tuve jamás la suerte de que me arreglaran el rimmel entre embestida y embestida...
 
Cada vez que me da por pecar por todo lo alto termino empapada. Hasta las cejas. Y, una vez se ha escuchado el "Salve Regina en C menor" del Stabat Mater de Pergolesi que desata mis piernas de la espalda en cuestión, vuelvo a vestirme con el mismo modelito con el que irrumpí en las sábanas de mis perdiciones. Es momento de ascender de nuevo al cielo de mis tacones, besar como se besa cuando interpretas la escena final con la que te conviertes para siempre jamás en un bonito recuerdo y salir de la celda y el castillo de su vida con un "adiós, mi estrella". Claro que me apetece ducharme o cuando menos quedarme a dormir. Pero siempre consideré una tortura desayunar con la  ropa con la que se triunfa en el ruedo, por mucho que cortes las dos orejas en la corrida. Siempre he sido muy de ahorrarme el "momento camiseta", ése que te obliga a pedir prestada una prenda que casi seguro no piensas devolver. Y además ronco. Lo saben bien todos y cada uno de los que han sido algo más que amantes. No puedes hacer una escena final así de prodigiosa para hundirte en la miseria en los títulos de crédito.
 
Lástima no haber rentabilizado como mi homónima todas y cada una de mis actuaciones estelares. Al fin y al cabo ambas hemos sabido dotarlas de la parafernalia suficiente como para pasar a la posteridad de todos nuestros amantes. Ella filmándose con buena parte de ellos; yo, desapareciendo antes de tiempo. Sólo que la otra Celia Blanco, tengo que reconocerlo, es infinitamente más lista.

Un buen día eligió mi nombre para el artisteo, lo que le evitó que los repartidores del Alcampo de Moratalaz la llamaran a las cinco de la madrugada jadeando y describiéndole entre balbuceos las coordenadas exactas de su monte de Venus. Como si no lo supiera ella. O yo, que fui la que soportó todas y cada una de esas llamadas incendiarias. Cómo no vamos a saber localizarnos cada uno de nuestros puntos estratégicos sin necesidad de que un desconocido nos los ubique, siendo como somos ambas, de las que se tienen tan bien estudiadas.. Yo me comí todas esas; ella alcanzó con su seudónima rúbrica el limbo de las fantasías sexuales de tres cuartas partes del país. Hombres y mujeres rendidos a los pies de Cecilia, que así se llama en realidad, cada vez que se vestía con mi DNI. No quedaba otra que claudicar y abrirle las puertas de los delirios para recrear esos besos que ella gustosa repartía a diestro y siniestro.
 
Lo malo de no ser la verdadera Celia Blanco, la que consiguió alterar la compostura de una generación entera, es que ahora soy yo la que tiene que coger el testigo por obra y gracia de diez cuentos eróticos que aparecerán en otoño. Y me lo puso demasiado difícil la catalana, quien ahora de morena, sigue estando más buena. Mientras ella se acomoda en el regazo de uno de esos hombres que a mí me gustan porque sí, porque me da la santa gana, tengo yo que conseguir los mismos jadeos que ella logra tan sólo con su bendita presencia o con que susurre su nombre de mentirijilla. Da igual si yo me desgañito gritando el mío verdadero.

Lo bueno de toda esta historia es que yo siempre he sido la perfecta segundona, acomodada en reconfortarme con los restos del plato. No tener que abrir ningún camino me resulta infinitamente más sencillo que blandir el machete con el que retirar la maleza que me impide el paso. Así que agradezco infinito que eligiera mi nombre para dar rienda suelta a todo su arte, que blandiera medias rojas y tacones para ser penetrada sobre un sillón que después yo he aprovechado para recrear otras incursiones. Puede que menos perfectas, pero sí igual de lubricantes.
 

Ella que es puro delirio, que podría haber salido de cualquier historieta de Milo Manara, porque hasta con mi idolatrada  Miel le podía encontrar parecido...


sólo tendría que cambiar el largo de su recién oscurecido cabello para acercarse a la Valentina de Guido Crepax..








Ella que parece dibujada, ha conseguido que un sencillito "Celia Blanco" alcance cotas de oscuro objeto de deseo máxime cuando yo en todas y cada una de mis incursiones me libro muy mucho de dejarme grabar.

Gracias Cecilia por ponerme tanta literatura y dejar que fuera yo la que después la escribiera.

 

martes, 16 de abril de 2013

Álbum de fotos.




 
Manu Brabo tras 6 semanas preso por las autoridades libias por entrar sin permiso en el país



Nunca he estado en una guerra, ni tampoco he tenido que refugiarme en una trinchera para poder realizar un reportaje. Tampoco me he visto obligada a pasar de un  lado a otro de ninguna frontera esperando a que fuera de noche para que ningún francotirador acabara conmigo con la misma facilidad con la que yo estampo una mosca contra el cristal cuando me molesta las tardes de verano. 

Yo ya sé que llegado el caso, seguramente no sería lo suficientemente valiente como para embarcarme en una de ésas en las que hay que informar desde el epicentro de las desgracias que asolan esta mierda de planeta. Y eso que empecé trabajando con algún que otro periodista de los de  verdad, capaces de utilizar sus vacaciones para entrar en Chechenia y grabar a los grupos rebeldes que amenazaban con dinamitar el Kremlin con quien fuera dentro. Ellos son de otra pasta. De la mejor. 

De esos era Ricardo Ortega y ésta fue su última imagen. Ocurrió en Haití, donde murió abatido sin chaleco y sin casco.

Me hubiera gustado mucho más que hubiera regresado y comérmelo a besos por haberme enterado a través de sus crónicas de lo que realmente ocurría en la isla caribeña. Porque Ricardo era de los que no mentía. Nunca. 

Se largó voluntariamente de Antena 3, su casa y dejó que se colgaran la medalla de haberlo despedido quien jamás pudo prescindir de él. Ni siquiera cuando pidieron su cabeza después de un directo desde Washington.  

Ricardo se fue de Antena 3 para volar a Haití como free-lance, detrás de la noticia y de quien él creía que podía darle más sal aún a su vida. A hacer sus crónicas, como siempre. Y a que las emitiera Antena 3. También como siempre.  Eso es un periodista y lo demás es tontería.  Ricardo era capaz de roer huesos si era necesario que los espectadores reconocieran la procedencia de su propio cadáver. Hasta que llegó un marine americano y lo mató en un callejón impidiendo que mostrara quiénes devoraban a quién.

Durante años pensé que lo habían largado como a los casi 400 que salimos con el ERE. Pero la misma persona que me reconoció con tranquilidad y mesura que yo había sido despedida de esa cadena porque mi máximo responsable no me quería en su equipo, me sacó de mi error hace bien poquito. Ricardo pidió una excedencia  para viajar a su antojo y no ser arrinconado en ninguna redacción, en la que por otro lado, jamás habría sido feliz. Agradezco infinito al que me sacó de mi error. Así  quiero yo a los jefes máximos: impertérritos si se les antoja, pero honestos.

Jefes hay de muchas calañas. Y no todos dan la cara.

Manu, el tipo que lloriquea en la fotografía con la que empiezo este post, es de esos también. A él no le quedó otra que tirar hacia el epicentro del horror para vivir de su trabajo. Ahí, donde la mierda más absoluta más que salpicar inunda, pero donde ejercen su profesión porque los medios al uso ni se plantean costear semejante dispositivo. ¿Estamos tontos o qué? Pagarán las fotografías de agencia, por supuesto, siempre muy por debajo de lo que deberían. Y que no den mucho la plasta, que manden las fotografías para que el jefe de turno desde su despacho determine cuál sí y cuál no. Que el que elige a quién pagar la intantánea desde una mesa inmensa sí que es de los listos. Seguro. 

A Manu le ha pillado por sorpresa que le hayan concedido el Premio Pullitzer 2013 junto a otros cuatro compañeros de Associated Press por la mejor cobertura gráfica informativa. Un trabajo en Siria que en su día ni siquiera sirvió para ser contratado o tentado por cualquiera de los periódicos importantes del país. De su país. El nuestro. Por mucho que todos los putos días recibieran su goteo de imágenes atroces: Una guerra de la que muchos no quieren siquiera que se hable. No vayamos a preguntarnos por qué se permite la masacre de un pueblo que no es ni se parece a los del primer mundo. Algo tendrá que ver que el que tiene que decidir si Manu merece una oferta de trabajo hace años que no sale de su despacho. Casi mejor. Ahora puede que sea editor gráfico, alguno incluso es de multimedia, pero más de uno recordamos sus mediocres instantáneas cuando publicaban su trabajo. Y Manu tiene un premio que ése que hoy es jefe ni siquiera podrá tocar con sus propias manos. A cambio, el pedazo de fotógrafo que se enjuaga las lágrimas, apenas tenía un año cuando nació "Naranjito", pero fíjense bien en su cara: parece de mi quinta.

Soy lo suficientemente cinematográfica como para creer en la teoría de las compensaciones. Igual que sé que el día que mi chico se líe con la rubia de las tetas gordas a mí se me aparecerá Cholo Simeone (uno de los que están en mi "lista de los cinco permitidos") a suplicarme que coloque mis tacones en sus hombros. Por eso sé que la justicia divina, que no es otra que el tiempo poniendo a cada uno en su sitio, colocará a los protagonistas de esta historia donde cada uno merece. Mientras todo el planeta puede ver el trabajo de Manu con un simple golpe de "clic", hay quien se tiene que conformar con haber pasado a la historia de la fotografía por haber aparecido por alguna revista del corazón como acompañante de alguien infinitamente más famoso que él. Ya ni recordamos que un día miró la realidad a través de un objetivo. Seguramente porque nunca supo disparar como para que su obturador atrapara la imagen precisa y en el momento exacto. Hay quienes sólo ordenaron fusilamientos en las filas de los periódicos. Apenas tenían un álbum de fotos pero entendieron el triunfo quitándose de encima a grandísimos profesionales, a los que, como a Manu, nunca llegarán ni a la suela del zapato. 


jueves, 21 de marzo de 2013

El novio de Roberta



Milo Manara. El click. 





Después de ocho años, Roberta tiene novio. Mira que se empeñó en escapar de esa lotería en la que siempre perdía pasta, salía mal parada y terminaba con un agujero en el alma aún más grande que el hoyo del que escapó para venirse a Madrid. Pues ahora tiene novio. Y guarda en el móvil un montón de fotografías que te enseña en cuanto te ve, para que corrobores con ella, que el chaval tiene buena planta, que no importa si es más joven porque no se le nota y que éste ya sí que sí, le da lo mismo a lo que se dedique. Me lo contó la otra mañana que fui a verla. Necesitaba hablar con ella, que me contara, que soltara por esa boquita de labios gruesos lo que le viniera en gana, abrazarla, decirle lo guapa que está porque mira que es guapa y que llenara mi vida de esperanza de ésa que sólo quien sabe de verdad lo que es no tenerla, te la puede regalar. Lo demás todo son poses. Y a mí ya no me caben más. 


Rubia de un bote tan barato que a veces parece que se ha teñido con plastidecor, con las piernas eternas, de las que pueden hacer una lazada en la espalda del que sea. Cara de chula. No, de rechula. Y siempre sobre unos tacones que obligan a rendirle pleitesía nada más verla. Y ahora enamorada. Como una perra. 

Roberta debe de haberse acostado con más hombres que todas las mujeres que conozco juntas. Uno detrás de otro. Sin dejar títere con cabeza y merendándoselos a grandes bocados, sin saborear ni lo salados que son ni si llevan o no tropezones. Ella sólo abre la boca y acaba con ellos. Pasan por su vida como una exhalación y desaparecen como una mala tos. Sólo los más persistentes consiguen que recuerde sus nombres. Que ella es de las que nunca supera los quince minutos, tampoco necesita más. Tiene el récord.  Y ahora mucho menos; está enamorada. Cuanto  antes lleguen las nueve de la noche mejor. 

Es a esa hora, cuando ya cierran todas las empresas, cuando Roberta se baja de su púlpito de once centímetros y enfila para el Cercanías. Dos kilómetros y 300 metros, lo tengo calculado, saca su abono transporte de la zona B1 y se va a casa, donde la espera su amor. Un chaval de 23 años, que aguarda con la cena hecha y que no le pide jamás dinero. Ni siquiera cuando es ella la que quiere que se lo pida. Roberta se acostumbró a que todo lo que ganaba tenía que compartirlo y no entra en razones si está con un hombre que no toca su dinero. 

El novio de Roberta tiene una piel lisa, suave y divina que ella acaricia y besa con devoción. Con él elige vestuario cada noche con mucho más detenimiento que para el resto. Una camiseta de algodón, unos pantalones cómodos de los que la tapan hasta los tobillos y una bonito jersey que le tejió su abuela antes de que se largara de casa porque se había quedado más sola que la una. Que el invierno es duro, pero peor es tener que pagar el gas cada dos meses. Roberta se desmaquilla nada más llegar a casa, se toma la sopa hirviendo que su novio le ha preparado y se hace un gurruñito a su lado hasta que se van a la cama. Donde entonces ya no hay goma, sólo piel. Para que Roberta confirme a qué sabe la carne de hombre cuyo sabor ya había olvidado, metiéndose en la misma boca, con suerte profanada una veintena de veces ese día, el único trozo por el que ella no pondrá el cronómetro y que lamerá cien veces tardando el máximo posible para que ambos disfruten. Él con su empeño, ella con su sabor. Agarrándola con las dos manos y mordisqueándole la corona suavemente con los dientes, dejando que el labio inferior recorra todo el tallo hasta llegar a la cúspide. Esmerándose y deleitándose a partes iguales. No dejándole respirar siquiera antes de ponerse encima, a perderse en su pecho que siempre está limpio, que siempre huele bien. Apoyar las dos manos sobre los pectorales, separados por un caminito de hormigas de vello, colocarse encima y dejarle que entre dentro. Guiándole si hace falta, que nunca lo necesita, ya se sabe el camino. Notando cómo la de su novio se amolda a cada recoveco de su cueva y provocando ¡por fin! que Roberta se derrita. Sólo cuando están empapadas las sábanas, ambos se dan cuenta de que cuánto se necesitan el uno al otro, que son esos abrazos los que llevan todo el día echando de menos, que son esos gemidos que no son fingidos los que deberían escucharse hasta en el infinito. Las caras que el resto esperan se consiguen pronto; basta con ver cuatro películas porno.

El novio de Roberta ha venido a revolverle las entrañas. 


Para Roberta todo era una transacción económica. Todos estos años ha esperado a que en vez de amor a raudales la sorprendieran con muchos ceros en una cuenta corriente. De esos que no se sabe de dónde vienen y que nadie se preocupa en descubrir porque eximen a sus propietario de responder ante autoridad alguna. Así, a paladas. En eso pensaba Roberta cada vez que se subía a un coche, tiraba para el descampado, abría su bolso para sacar un condón y colocárselo al maromo en cuestión. Hacerle una caidita de ojos sin por supuesto besarlo, tocándolo lo justito y necesario para ponerle la goma. Y venga. Abriendo esos labios de pecado que tiene y metiéndosela en la boca, utilizando sus gloriosas artes para que quepa entera al tiempo que succiona haciendo gorgoritos que parece que le salen de la mismita garganta. Todas tenemos nuestro truco. Permitiendo por supuesto que le toquen esas tetas de infarto que quisiera tocar hasta yo pero separando muy mucho hasta dónde va a llegar, que son 20 el completo y 15 chuparla. Si quieres fiesta por todo lo alto no queda otra que soltar 50; ella te devuelve los 15 que te sobran, tranquilo. 

Puta sí; honesta, más que ninguna. 


Regresé a casa después de ver a Roberta con el pelo chorreando porque ni paraguas llevábamos ninguna. Con más besos de los que me dieron en todo el resto del día y con la sensación de que el amor sólo puede ganarse como ella se lo ha ganado, diciendo la verdad. Y con la absoluta certeza de que Roberta esa noche dormiría abrazada al hombre que ama y que consiente que se busque la vida como ella ha elegido. Roberta es de las que prefiere ganar 100 € la hora con desconocidos que deslomarse quitando basura ajena por diez veces menos. Porque, dejémonos de mierdas, todos conocemos a esas otras putas que no merecen ningún respeto, por muchos trajes de marca que luzcan y sean de las que cada domingo cumplen con los preceptos de dejarse ver con la familia al completo. Aunque en vez de en Marconi trabajen en despachos de plantas altas, consiguiendo trabajos y ascensos que no merecerían jamás y haciéndoles la vida imposible a todos los que las rodean. Ésas a las que se les llena la boca al hablar de ética y decencia, que en vez de clavar las uñas sólo en la espalda del hombre que las hace felices, como hace Roberta, apuñalan por la espalda y patean a los que sufren varios escalones por debajo. 

Yo prefiero a Roberta. Para regalarle a ella y a su novio una buena canción. Y que esta noche la escuchen cuando se amen como muy pocos sabemos amarnos ya. 





jueves, 14 de marzo de 2013

Auto de fe




Siento debilidad por los hombres con cicatrices. Soy de buscarlas en el cuerpo del hombre con el que deseo acostarme, fijándome hasta debajo de las cejas si es necesario, sólo por darme la satisfacción de encontrarlas y permitirme el inmenso lujo de perpetrar mi pecado. Son la fumata blanca que en vez de anunciar la llegada de gloria bendita con la que encontrar la poca piedad que tengo dentro, me conceden la bula exacta para hacer lo que me viene en gana. Que suele ser mucho. 

Por eso cuando las encuentro ya no hay excusa. 


A veces tengo la suerte de verlas claras, en mitad de la cara, atravesando una mejilla y pidiendo a gritos una explicación. Que me cuente la historia, todas las cicatrices tienen la suya. Que la adorne con los datos que quiera, no pienso corroborarlos. Y después que haga y deshaga a su antojo. Seguro que coincidimos. 



Será por eso por lo que le resulto tan fácil a los canallas. Pero sólo a los listos. De bobos ya tengo el cupo completo. Quiero toneladas de los que me aguantan la mirada olvidando perderse en un escote, bien falso en mi caso. Esos que se la suda si llevo las bragas rosas y el sujetador negro sin guardar la más mínima concordancia porque no me han llevado hasta este punto para que les haga el pase de modelos sino para arrancármelos ambos. A mordiscos si es necesario. Y sostenerme las piernas por encima de su cabeza para perderse entre ellas, consiguiendo que empape la tela que hay encima del sofá para disimular los años de envites. Que son muchos, ¿a qué sí? 



Son esas cicatrices insultantemente seductoras las que me colocan a mí de rodillas sin más plegarias que su bendito placer. Prometo esmerarme hasta el último segundo no vaya ser que no haya un mañana. Y si él es de los que entonces elegirían liarse a tiros, yo prefiero otra opción que me reporte el mismo delirio. Así, en esta postura tan mística, prefiero no esperar las campanas de ninguna iglesia tocando a felicidad plena. Ya junto yo las manos en señal de arrepentimiento dejando que quepa justo en medio, no vaya a ser que crea que no conozco la liturgia. Soy de fijarme mucho en los detalles, para repetirlos en esta homilía. Y tengo los ojos muy grandes, para poder mirar al de la cicatriz cuando me aparte el pelo buscando verme la cara bien.¿o será la boca lo que quiere ver? Inescrutables caminos los nuestros. Dejaré entonces que suelte los quejidos que jamás se permitiría si en vez de estar dándonoslo todo perdiéramos el tiempo intentando arreglar el mundo. 


El mundo, si tiene cicatriz, no existe más allá de mis oraciones, que no son otras que éstas. Las que me obligan como buena penitente a confesar que me gustan los gintonics y me los sé beber con él también dentro. Tuvimos suerte de alcanzar la edad justa para que, cuando consiga que lo que le pierda sea sólo mi boca, hacer que sea dentro de ella donde esconda su rosario. Sí, seguro que puedo. Así cuando al de la cicatriz le asalten las dudas sobre su fe, no le quedará otra que rezarle en todo caso a Linda Lovelace.  


De algo me tiene que servir haber nacido justo un mes después de que se estrenara la mítica película. 

jueves, 7 de marzo de 2013

Reset




Hace casi dos meses que me alimento fundamentalmente de pan, mantequilla con sal, fruta, algo de verdura, poco pollo, un poco más de pescado, nada de carne, mucho té y aún más cigarrillos de liar. 

Encajo sin hacer grandes dramas que mi hijo abra el frigorífico buscando el postre y, cuando no encuentra lo que le apetece, me diga con voz de señor mayor de Murcia  "no hay yogures porque aún no has cobrado, ¿verdad Mamá?" No, no hay yogures porque aún no he cobrado, pero tranquilo que esta tarde te traigo. No va a ser ése el lujo que nos quitemos. Lo juro.

Los lunes son un suplicio. Y también los martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos. Porque abro el ojo en la cama a las 7'30 de la mañana para comprobar que no hay ninguna necesidad de tanta prisa. Ya no ficho en ningún sitio y ahora somos dos los que podemos llevar al enano al colegio. Aún hay un miembro de esta familia que tiene una hora de entrada. 

Tiemblo cada vez que suena el teléfono o el telefonillo. Un sábado doce de enero sonó ese mismo timbre y me dieron en mano un burofax con el que ponían punto final a mi relación laboral de casi 8 años con un canal de televisión que murió por culpa de políticos ineptos y que sanearon despidiendo a sus trabajadores. Sobra decir que dio lo mismo la profesionalidad para dejar dos plantas completas del canal exterminadas como si hubieran fumigado. Y que por supuesto de nada sirvió la profesionalidad para ir al matadero. Desde entonces todas esas llamadas traen noticias igual de demoledoras. Ya sea el banco, el seguro del coche que no hemos pagado o la Agencia Tributaria. Que me inspeccionan. A mí, que me hacen la declaración en sus propias oficinas y pago religiosamente todos mis impuestos. 

Pero no pienso parar. 

Ya me he parapetado con mi tirachinas en la puerta de mi casa para matar los dinosaurios que haga falta, los mismos que Pedro Maestre describió en su genial novela y que parece que ahora han encontrado mi guarida. 





Y eso que cuando la leí en mis tiempos de universidad, me pareció que nunca acecharían a la espera de arrancarme a mordiscos la moral. Pues aquí están.Y yo también. Esperándolos. Con un arsenal de cantos rodaos perfectamente elegidos para estampárselos entre ojo y ojo hasta que desistan en su empeño. Inventando y reiventándome cómo salir de ésta y haciéndome una experta en hacer la compra semanal con presupuesto de un día, agradeciendo a mis cuatro amigas que me pasen la ropa que ya no se ponen porque a mí me queda divina y subscribiéndome al nuevo diario on-line para estar bien informada de lo que pasa en esto que unos llaman país y que es en realidad un puto cortijo. Sin un duro pero bien informada. Pago por ello, no me voy de rositas.

Ahora las pocas buenas noticias me llegan desde allende los mares, desde México, donde me tienen en consideración profesional, pagándome más que dignamente mis colaboraciones en un canal. Que no me permite respirar hondo, pero evitan que sufra muerte súbita.

Quiero creer que soy de las que, como dice mi amiga Paloma Bravo, se comen el mundo y escupen los huesos. Aun cuando ahora más que nunca necesito a esa rubia a la que le saco cuatro palmos pero no le llego a la altura del zapato. Para que me coja de los hombros y me sacuda ayudándome con ese gesto a que se me caiga un poco toda la mierda que me cubre. Que es mucha. Ella lo resume mucho mejor que yo por haber sido novia de un papá. Y me obligo cada mañana a leer y releer las anotaciones escritas por mí en ese libro firmado por otra mujer con los rizos más envidiables del mundo que ha conseguido que el enano que quiere yogures de postre, persiga a las niñas de su clase reclamándoles besos porque en esta casa ya sabemos todos que no se gastan. Se las lleva de calle fijo. 




Así que disculpen si hoy mi texto es un escupitajo con el que saldo varias cuentas pendientes. Reseteo para comenzar de nuevo. He tardado 67 días en digerir la última hostia que me han dado con la mano abierta. Y ésta escoció de veras. Ahora sólo necesito correr por el parque sin más marca propia que batir que la de desconectar durante 45 minutos antes de llegar a casa y sentarme delante de este ordenador que va a pedales y que no puedo sustituir, a escribir un libro con todo el sexo que hoy falta en este post. Acojonada estoy. 

Pero yo ya me conozco y a mí los pecados me gustan por simple definición. No quiero una eternidad sin ellos.