jueves, 21 de marzo de 2013

El novio de Roberta



Milo Manara. El click. 





Después de ocho años, Roberta tiene novio. Mira que se empeñó en escapar de esa lotería en la que siempre perdía pasta, salía mal parada y terminaba con un agujero en el alma aún más grande que el hoyo del que escapó para venirse a Madrid. Pues ahora tiene novio. Y guarda en el móvil un montón de fotografías que te enseña en cuanto te ve, para que corrobores con ella, que el chaval tiene buena planta, que no importa si es más joven porque no se le nota y que éste ya sí que sí, le da lo mismo a lo que se dedique. Me lo contó la otra mañana que fui a verla. Necesitaba hablar con ella, que me contara, que soltara por esa boquita de labios gruesos lo que le viniera en gana, abrazarla, decirle lo guapa que está porque mira que es guapa y que llenara mi vida de esperanza de ésa que sólo quien sabe de verdad lo que es no tenerla, te la puede regalar. Lo demás todo son poses. Y a mí ya no me caben más. 


Rubia de un bote tan barato que a veces parece que se ha teñido con plastidecor, con las piernas eternas, de las que pueden hacer una lazada en la espalda del que sea. Cara de chula. No, de rechula. Y siempre sobre unos tacones que obligan a rendirle pleitesía nada más verla. Y ahora enamorada. Como una perra. 

Roberta debe de haberse acostado con más hombres que todas las mujeres que conozco juntas. Uno detrás de otro. Sin dejar títere con cabeza y merendándoselos a grandes bocados, sin saborear ni lo salados que son ni si llevan o no tropezones. Ella sólo abre la boca y acaba con ellos. Pasan por su vida como una exhalación y desaparecen como una mala tos. Sólo los más persistentes consiguen que recuerde sus nombres. Que ella es de las que nunca supera los quince minutos, tampoco necesita más. Tiene el récord.  Y ahora mucho menos; está enamorada. Cuanto  antes lleguen las nueve de la noche mejor. 

Es a esa hora, cuando ya cierran todas las empresas, cuando Roberta se baja de su púlpito de once centímetros y enfila para el Cercanías. Dos kilómetros y 300 metros, lo tengo calculado, saca su abono transporte de la zona B1 y se va a casa, donde la espera su amor. Un chaval de 23 años, que aguarda con la cena hecha y que no le pide jamás dinero. Ni siquiera cuando es ella la que quiere que se lo pida. Roberta se acostumbró a que todo lo que ganaba tenía que compartirlo y no entra en razones si está con un hombre que no toca su dinero. 

El novio de Roberta tiene una piel lisa, suave y divina que ella acaricia y besa con devoción. Con él elige vestuario cada noche con mucho más detenimiento que para el resto. Una camiseta de algodón, unos pantalones cómodos de los que la tapan hasta los tobillos y una bonito jersey que le tejió su abuela antes de que se largara de casa porque se había quedado más sola que la una. Que el invierno es duro, pero peor es tener que pagar el gas cada dos meses. Roberta se desmaquilla nada más llegar a casa, se toma la sopa hirviendo que su novio le ha preparado y se hace un gurruñito a su lado hasta que se van a la cama. Donde entonces ya no hay goma, sólo piel. Para que Roberta confirme a qué sabe la carne de hombre cuyo sabor ya había olvidado, metiéndose en la misma boca, con suerte profanada una veintena de veces ese día, el único trozo por el que ella no pondrá el cronómetro y que lamerá cien veces tardando el máximo posible para que ambos disfruten. Él con su empeño, ella con su sabor. Agarrándola con las dos manos y mordisqueándole la corona suavemente con los dientes, dejando que el labio inferior recorra todo el tallo hasta llegar a la cúspide. Esmerándose y deleitándose a partes iguales. No dejándole respirar siquiera antes de ponerse encima, a perderse en su pecho que siempre está limpio, que siempre huele bien. Apoyar las dos manos sobre los pectorales, separados por un caminito de hormigas de vello, colocarse encima y dejarle que entre dentro. Guiándole si hace falta, que nunca lo necesita, ya se sabe el camino. Notando cómo la de su novio se amolda a cada recoveco de su cueva y provocando ¡por fin! que Roberta se derrita. Sólo cuando están empapadas las sábanas, ambos se dan cuenta de que cuánto se necesitan el uno al otro, que son esos abrazos los que llevan todo el día echando de menos, que son esos gemidos que no son fingidos los que deberían escucharse hasta en el infinito. Las caras que el resto esperan se consiguen pronto; basta con ver cuatro películas porno.

El novio de Roberta ha venido a revolverle las entrañas. 


Para Roberta todo era una transacción económica. Todos estos años ha esperado a que en vez de amor a raudales la sorprendieran con muchos ceros en una cuenta corriente. De esos que no se sabe de dónde vienen y que nadie se preocupa en descubrir porque eximen a sus propietario de responder ante autoridad alguna. Así, a paladas. En eso pensaba Roberta cada vez que se subía a un coche, tiraba para el descampado, abría su bolso para sacar un condón y colocárselo al maromo en cuestión. Hacerle una caidita de ojos sin por supuesto besarlo, tocándolo lo justito y necesario para ponerle la goma. Y venga. Abriendo esos labios de pecado que tiene y metiéndosela en la boca, utilizando sus gloriosas artes para que quepa entera al tiempo que succiona haciendo gorgoritos que parece que le salen de la mismita garganta. Todas tenemos nuestro truco. Permitiendo por supuesto que le toquen esas tetas de infarto que quisiera tocar hasta yo pero separando muy mucho hasta dónde va a llegar, que son 20 el completo y 15 chuparla. Si quieres fiesta por todo lo alto no queda otra que soltar 50; ella te devuelve los 15 que te sobran, tranquilo. 

Puta sí; honesta, más que ninguna. 


Regresé a casa después de ver a Roberta con el pelo chorreando porque ni paraguas llevábamos ninguna. Con más besos de los que me dieron en todo el resto del día y con la sensación de que el amor sólo puede ganarse como ella se lo ha ganado, diciendo la verdad. Y con la absoluta certeza de que Roberta esa noche dormiría abrazada al hombre que ama y que consiente que se busque la vida como ella ha elegido. Roberta es de las que prefiere ganar 100 € la hora con desconocidos que deslomarse quitando basura ajena por diez veces menos. Porque, dejémonos de mierdas, todos conocemos a esas otras putas que no merecen ningún respeto, por muchos trajes de marca que luzcan y sean de las que cada domingo cumplen con los preceptos de dejarse ver con la familia al completo. Aunque en vez de en Marconi trabajen en despachos de plantas altas, consiguiendo trabajos y ascensos que no merecerían jamás y haciéndoles la vida imposible a todos los que las rodean. Ésas a las que se les llena la boca al hablar de ética y decencia, que en vez de clavar las uñas sólo en la espalda del hombre que las hace felices, como hace Roberta, apuñalan por la espalda y patean a los que sufren varios escalones por debajo. 

Yo prefiero a Roberta. Para regalarle a ella y a su novio una buena canción. Y que esta noche la escuchen cuando se amen como muy pocos sabemos amarnos ya. 





jueves, 14 de marzo de 2013

Auto de fe




Siento debilidad por los hombres con cicatrices. Soy de buscarlas en el cuerpo del hombre con el que deseo acostarme, fijándome hasta debajo de las cejas si es necesario, sólo por darme la satisfacción de encontrarlas y permitirme el inmenso lujo de perpetrar mi pecado. Son la fumata blanca que en vez de anunciar la llegada de gloria bendita con la que encontrar la poca piedad que tengo dentro, me conceden la bula exacta para hacer lo que me viene en gana. Que suele ser mucho. 

Por eso cuando las encuentro ya no hay excusa. 


A veces tengo la suerte de verlas claras, en mitad de la cara, atravesando una mejilla y pidiendo a gritos una explicación. Que me cuente la historia, todas las cicatrices tienen la suya. Que la adorne con los datos que quiera, no pienso corroborarlos. Y después que haga y deshaga a su antojo. Seguro que coincidimos. 



Será por eso por lo que le resulto tan fácil a los canallas. Pero sólo a los listos. De bobos ya tengo el cupo completo. Quiero toneladas de los que me aguantan la mirada olvidando perderse en un escote, bien falso en mi caso. Esos que se la suda si llevo las bragas rosas y el sujetador negro sin guardar la más mínima concordancia porque no me han llevado hasta este punto para que les haga el pase de modelos sino para arrancármelos ambos. A mordiscos si es necesario. Y sostenerme las piernas por encima de su cabeza para perderse entre ellas, consiguiendo que empape la tela que hay encima del sofá para disimular los años de envites. Que son muchos, ¿a qué sí? 



Son esas cicatrices insultantemente seductoras las que me colocan a mí de rodillas sin más plegarias que su bendito placer. Prometo esmerarme hasta el último segundo no vaya ser que no haya un mañana. Y si él es de los que entonces elegirían liarse a tiros, yo prefiero otra opción que me reporte el mismo delirio. Así, en esta postura tan mística, prefiero no esperar las campanas de ninguna iglesia tocando a felicidad plena. Ya junto yo las manos en señal de arrepentimiento dejando que quepa justo en medio, no vaya a ser que crea que no conozco la liturgia. Soy de fijarme mucho en los detalles, para repetirlos en esta homilía. Y tengo los ojos muy grandes, para poder mirar al de la cicatriz cuando me aparte el pelo buscando verme la cara bien.¿o será la boca lo que quiere ver? Inescrutables caminos los nuestros. Dejaré entonces que suelte los quejidos que jamás se permitiría si en vez de estar dándonoslo todo perdiéramos el tiempo intentando arreglar el mundo. 


El mundo, si tiene cicatriz, no existe más allá de mis oraciones, que no son otras que éstas. Las que me obligan como buena penitente a confesar que me gustan los gintonics y me los sé beber con él también dentro. Tuvimos suerte de alcanzar la edad justa para que, cuando consiga que lo que le pierda sea sólo mi boca, hacer que sea dentro de ella donde esconda su rosario. Sí, seguro que puedo. Así cuando al de la cicatriz le asalten las dudas sobre su fe, no le quedará otra que rezarle en todo caso a Linda Lovelace.  


De algo me tiene que servir haber nacido justo un mes después de que se estrenara la mítica película. 

jueves, 7 de marzo de 2013

Reset




Hace casi dos meses que me alimento fundamentalmente de pan, mantequilla con sal, fruta, algo de verdura, poco pollo, un poco más de pescado, nada de carne, mucho té y aún más cigarrillos de liar. 

Encajo sin hacer grandes dramas que mi hijo abra el frigorífico buscando el postre y, cuando no encuentra lo que le apetece, me diga con voz de señor mayor de Murcia  "no hay yogures porque aún no has cobrado, ¿verdad Mamá?" No, no hay yogures porque aún no he cobrado, pero tranquilo que esta tarde te traigo. No va a ser ése el lujo que nos quitemos. Lo juro.

Los lunes son un suplicio. Y también los martes, miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos. Porque abro el ojo en la cama a las 7'30 de la mañana para comprobar que no hay ninguna necesidad de tanta prisa. Ya no ficho en ningún sitio y ahora somos dos los que podemos llevar al enano al colegio. Aún hay un miembro de esta familia que tiene una hora de entrada. 

Tiemblo cada vez que suena el teléfono o el telefonillo. Un sábado doce de enero sonó ese mismo timbre y me dieron en mano un burofax con el que ponían punto final a mi relación laboral de casi 8 años con un canal de televisión que murió por culpa de políticos ineptos y que sanearon despidiendo a sus trabajadores. Sobra decir que dio lo mismo la profesionalidad para dejar dos plantas completas del canal exterminadas como si hubieran fumigado. Y que por supuesto de nada sirvió la profesionalidad para ir al matadero. Desde entonces todas esas llamadas traen noticias igual de demoledoras. Ya sea el banco, el seguro del coche que no hemos pagado o la Agencia Tributaria. Que me inspeccionan. A mí, que me hacen la declaración en sus propias oficinas y pago religiosamente todos mis impuestos. 

Pero no pienso parar. 

Ya me he parapetado con mi tirachinas en la puerta de mi casa para matar los dinosaurios que haga falta, los mismos que Pedro Maestre describió en su genial novela y que parece que ahora han encontrado mi guarida. 





Y eso que cuando la leí en mis tiempos de universidad, me pareció que nunca acecharían a la espera de arrancarme a mordiscos la moral. Pues aquí están.Y yo también. Esperándolos. Con un arsenal de cantos rodaos perfectamente elegidos para estampárselos entre ojo y ojo hasta que desistan en su empeño. Inventando y reiventándome cómo salir de ésta y haciéndome una experta en hacer la compra semanal con presupuesto de un día, agradeciendo a mis cuatro amigas que me pasen la ropa que ya no se ponen porque a mí me queda divina y subscribiéndome al nuevo diario on-line para estar bien informada de lo que pasa en esto que unos llaman país y que es en realidad un puto cortijo. Sin un duro pero bien informada. Pago por ello, no me voy de rositas.

Ahora las pocas buenas noticias me llegan desde allende los mares, desde México, donde me tienen en consideración profesional, pagándome más que dignamente mis colaboraciones en un canal. Que no me permite respirar hondo, pero evitan que sufra muerte súbita.

Quiero creer que soy de las que, como dice mi amiga Paloma Bravo, se comen el mundo y escupen los huesos. Aun cuando ahora más que nunca necesito a esa rubia a la que le saco cuatro palmos pero no le llego a la altura del zapato. Para que me coja de los hombros y me sacuda ayudándome con ese gesto a que se me caiga un poco toda la mierda que me cubre. Que es mucha. Ella lo resume mucho mejor que yo por haber sido novia de un papá. Y me obligo cada mañana a leer y releer las anotaciones escritas por mí en ese libro firmado por otra mujer con los rizos más envidiables del mundo que ha conseguido que el enano que quiere yogures de postre, persiga a las niñas de su clase reclamándoles besos porque en esta casa ya sabemos todos que no se gastan. Se las lleva de calle fijo. 




Así que disculpen si hoy mi texto es un escupitajo con el que saldo varias cuentas pendientes. Reseteo para comenzar de nuevo. He tardado 67 días en digerir la última hostia que me han dado con la mano abierta. Y ésta escoció de veras. Ahora sólo necesito correr por el parque sin más marca propia que batir que la de desconectar durante 45 minutos antes de llegar a casa y sentarme delante de este ordenador que va a pedales y que no puedo sustituir, a escribir un libro con todo el sexo que hoy falta en este post. Acojonada estoy. 

Pero yo ya me conozco y a mí los pecados me gustan por simple definición. No quiero una eternidad sin ellos.