jueves, 20 de marzo de 2014

Bendita afición

Andrea Pirlo festeja su gol a la Fiorentina



De todos mis maridos, amantes y novios me quedo con los deportistas. En mayor o menor medida, cada uno en su estilo, variedad de implicación con el deporte. Los mejores de todos, unos bandarras. Golfos lo suficientemente listos como para pasar las mañanas posteriores a una gloriosa noche purgando el pecado tranquilitos. Casi siempre tirados en donde les tocara. Ya fuera sofá o tumbona de playa. Nunca agradeceremos lo suficiente a Marichalar que nos diera la mejor clase práctica de lo que no hay que hacer el día después. Ni a Joaquín Sabina que lo verbalizara por todos nosotros denominándolo "marichalazo". 

Las mañanas siguientes no quiero ni verte. 

Y en tres días lo sumo después de esta juerga, por favor ve a jugarte la vida en uno de esos campos. A gritar todas las faltas, a empujarte, a rasgarte las vestiduras mientras peleas la posesión de un balón. A encontrarte de nuevo conmigo completamente destrozado después de haberte encontrado con todos ellos. Y contigo. Mirarte en el espejo de saber hasta dónde llegabas hace la tira de años y comprobar que sigues peleando para conseguir el tanto. 

A mi vera me gustan magullados. 

Qué le vamos a hacer, me recreo en las heridas que dejan esas manías de algunos hombres por dejarse la piel ahí fuera para recomponérselas cuando están aquí dentro. Conmigo. No solo ya por lamérselas, que está muy visto. Si no por notar que le duele en el alma erguirse ahora en la cama y aún así lo hace. No puede evitar movilizar todos sus músculos en agarrarme bien de las piernas. Hincando los codos en los muslos y dejando caer todo su peso, mitad agotamiento, mitad furia. Tendrás que tenerla, sí. Porque lo mejor de estas patas no es que sean un poco largas, es que jugarán a apresarte haciéndote un lazo en torno al cuello. 

Para que me bebas entera. 

Puede que no le llegue ni al tacón de la bota al defensa del equipo contrario a la hora de defender mis palos. Me esmeraré, lo juro. Lo mejor de esta debilidad mía por los deportistas estriba en que me enseñaron que su precisión a la hora de meter el balón por esos arcos es directamente proporcional a la que tienen para lamerme el alma. ¿O solo la Iglesia tiene potestad de hacer con ella lo que le dé la gana?

La mía que la devore uno de esos. 

Lo quiero festejando cuando se corra, igual de salvaje, cayendo sobre mí. Festeja sus noches de canalla y sus tantos en el césped igual que celebra dejarme los diez dedos marcados en las caderas y algún que otro mordisco la espalda. Para en el momento de su alarido darme la vuelta y verle la cara. Comprobar cómo es en el campo que lo agota, que le da la vida. 

El campo que me lo devuelve empeñado en hacerme gritar como cantan Los Planetas. Para eso soy su más entregada afición.