jueves, 27 de junio de 2013

Italianos

Gianluigi Buffon


He estado en Italia una docena de veces. La primera, una semana con una amiga; la segunda yo sola, más de veinte días. Además, una media docena de veces por cuestiones profesionales, la última cuando murió Juan Pablo II. Incluso me mandaron casi un mes a Cervinia, Valle de Aosta. Un lugar precioso y aburridísimo, en el que no había más que los lugareños y la selección española de esquí paralímpica preparando los Juegos Olímpicos de Nagano'98. Bendita cita llena de pecados... 

Pero esa es otra historia. 

En total, debo de haber pasado unos 3 meses en Italia. No está mal. Hablamos de Italia. Ese país donde los hombres más apuestos del planeta, siempre perfectamente aseados y vestidos, persiguen, agasajan y conquistan a todas las mujeres que conozco. A todas. 

A todas menos a mí. Soy con toda probabilidad una de las pocas mujeres que no han ligado con un italiano en Italia.

Y mira que les he dado oportunidades... Si a mí se me conquista con un poco de labia, muchas risas y sobre todo rapidez mental para soportarme. Qué necesidad hay de marear la perdiz cuando lo peor que puede pasarme es que todo quede en un polvo que no se repetirá y con suerte puede hasta que me den literatura. 

Pues no. 

Claro que he tenido aventuras en Italia. Sólo faltaba. Si no fuera así me sentiría repudiada casi por la madre patria, la que pudo verme nacer en la misma proporción que ésta. Incluso en una ocasión tuve un amante italiano que fue a verme a Roma. Era yo la que trabajaba allí, no él. Y lo conocí en la Gran Vía. Así que ése no cuenta. 

Pero ligarme a un italiano mientras paseaba por Villa Borghese, jamás. Ni siquiera por Campo dei fiori. Y mira que me llevo bien con Giordiano Bruno, uno de los primeros en hablar de otras vidas mucho más inteligentes en otros mundos. 

No estos mierdas. 

El caso es que ningún italiano ha tenido la delicadeza de cruzarse conmigo por cualquier ciudad de su país para susurrarme "bella" a la luz de la luna, como le ha ocurrido hasta a la vecina del primero C. Sí, la que no me saluda. 

Y les tengo unas ganas... 

A mí ese look italiano me apetece mucho; confieso. Porque mira que he visto italianos horteras en las playas españolas, de esos de peto vaquero sin camiseta y todo. Pero si pienso en cualquiera de los italianos que he conocido en su país, confieso que la mayoría eran elegantes, educados, amables y alguno hasta guapo. Me llevaron a cenar, me pasearon en moto, me enseñaron a golfear en Roma y vi amanecer con alguno de ellos. 

Sexo, cero. 

Ni un beso, ni un roce, ni un mantenerme la mirada para hacerme creer que puedo perderme en sus brazos porque siempre me enseñarán cómo salir de sus vidas.Reconozco llevar un poco mal eso de que no me hagan ni caso y actúen como si fuese transparente. Yo, que en Madrid soy la reina de Moratalaz, chaval. Donde no se me resiste ni uno. 

No me queda otra que conformarme con imaginarlos. Y elijo que mi italiano preferido, por supuesto tengo uno, prepare desayunos repletos de frutas y zumo de naranja.  Tempranas comilonas con tostadas de pan de centeno, mantequilla salada y sobre todo mermelada casera. Sí, casera. Cocinada por él. Almibarando  hasta conseguir una jalea cuajada de bocados de fruta para que la que más nos guste sea la de higos. Morada, dulce, rebosante de pepitas diminutas. 

A mi amante italiano le da por untarla sobre un un lecho blanquecino con el toque de sal, que se derrite al caerle la  mermelada purpúrea. Juega de nuevo a alcanzar con la lengua hasta el último resquicio que queda a la vista. Y los que no se ven también. Utilizando en ocasiones los dedos no vaya a ser que en algún hueco quede un pequeña porción de mermelada de ésta que tanto le gusta comer. Así, claro que sí. Sabiendo que si giras un poco los dedos sin dejar de buscar con la boca toda la confitura será un placer escuchar el crujido de la tostada. Esa boca sólo puede tener ese objetivo si se trata de que yo la esboce.

Hay sonidos que me delatan. 

Yo a mi italino lo quiero capaz de abrazar al contrario demostrando respeto después de la última pelea. Respeto y admiración. Un tipo de esos que descienden hasta los infiernos si su escuadrón pierde los galones en un asunto escabroso. Salvaje la curita de humildad que tan bien le viene. Mi hombre sabe que volverán a alcanzar de nuevo el cielo, por muy de segunda categoría que esté su destierro; sólo es cuestión de tiempo. Y ya que no fui tan afortunada, me resarzo recreando para mí solita esos desayunos de mantequilla salada y mermelada de higos que terminan crepitando.


No vaya a ser que en mi próximo viaje a Roma me venga cualquiera de uno noventa y uno y ochenta y tres kilos de peso. Lo preferiría con los ojos verdes, pero me conformo si son azules.Y con las manos enormes, de esas que recogen al vuelo lo que le echen.

Incluida yo.