martes, 16 de abril de 2013

Álbum de fotos.




 
Manu Brabo tras 6 semanas preso por las autoridades libias por entrar sin permiso en el país



Nunca he estado en una guerra, ni tampoco he tenido que refugiarme en una trinchera para poder realizar un reportaje. Tampoco me he visto obligada a pasar de un  lado a otro de ninguna frontera esperando a que fuera de noche para que ningún francotirador acabara conmigo con la misma facilidad con la que yo estampo una mosca contra el cristal cuando me molesta las tardes de verano. 

Yo ya sé que llegado el caso, seguramente no sería lo suficientemente valiente como para embarcarme en una de ésas en las que hay que informar desde el epicentro de las desgracias que asolan esta mierda de planeta. Y eso que empecé trabajando con algún que otro periodista de los de  verdad, capaces de utilizar sus vacaciones para entrar en Chechenia y grabar a los grupos rebeldes que amenazaban con dinamitar el Kremlin con quien fuera dentro. Ellos son de otra pasta. De la mejor. 

De esos era Ricardo Ortega y ésta fue su última imagen. Ocurrió en Haití, donde murió abatido sin chaleco y sin casco.

Me hubiera gustado mucho más que hubiera regresado y comérmelo a besos por haberme enterado a través de sus crónicas de lo que realmente ocurría en la isla caribeña. Porque Ricardo era de los que no mentía. Nunca. 

Se largó voluntariamente de Antena 3, su casa y dejó que se colgaran la medalla de haberlo despedido quien jamás pudo prescindir de él. Ni siquiera cuando pidieron su cabeza después de un directo desde Washington.  

Ricardo se fue de Antena 3 para volar a Haití como free-lance, detrás de la noticia y de quien él creía que podía darle más sal aún a su vida. A hacer sus crónicas, como siempre. Y a que las emitiera Antena 3. También como siempre.  Eso es un periodista y lo demás es tontería.  Ricardo era capaz de roer huesos si era necesario que los espectadores reconocieran la procedencia de su propio cadáver. Hasta que llegó un marine americano y lo mató en un callejón impidiendo que mostrara quiénes devoraban a quién.

Durante años pensé que lo habían largado como a los casi 400 que salimos con el ERE. Pero la misma persona que me reconoció con tranquilidad y mesura que yo había sido despedida de esa cadena porque mi máximo responsable no me quería en su equipo, me sacó de mi error hace bien poquito. Ricardo pidió una excedencia  para viajar a su antojo y no ser arrinconado en ninguna redacción, en la que por otro lado, jamás habría sido feliz. Agradezco infinito al que me sacó de mi error. Así  quiero yo a los jefes máximos: impertérritos si se les antoja, pero honestos.

Jefes hay de muchas calañas. Y no todos dan la cara.

Manu, el tipo que lloriquea en la fotografía con la que empiezo este post, es de esos también. A él no le quedó otra que tirar hacia el epicentro del horror para vivir de su trabajo. Ahí, donde la mierda más absoluta más que salpicar inunda, pero donde ejercen su profesión porque los medios al uso ni se plantean costear semejante dispositivo. ¿Estamos tontos o qué? Pagarán las fotografías de agencia, por supuesto, siempre muy por debajo de lo que deberían. Y que no den mucho la plasta, que manden las fotografías para que el jefe de turno desde su despacho determine cuál sí y cuál no. Que el que elige a quién pagar la intantánea desde una mesa inmensa sí que es de los listos. Seguro. 

A Manu le ha pillado por sorpresa que le hayan concedido el Premio Pullitzer 2013 junto a otros cuatro compañeros de Associated Press por la mejor cobertura gráfica informativa. Un trabajo en Siria que en su día ni siquiera sirvió para ser contratado o tentado por cualquiera de los periódicos importantes del país. De su país. El nuestro. Por mucho que todos los putos días recibieran su goteo de imágenes atroces: Una guerra de la que muchos no quieren siquiera que se hable. No vayamos a preguntarnos por qué se permite la masacre de un pueblo que no es ni se parece a los del primer mundo. Algo tendrá que ver que el que tiene que decidir si Manu merece una oferta de trabajo hace años que no sale de su despacho. Casi mejor. Ahora puede que sea editor gráfico, alguno incluso es de multimedia, pero más de uno recordamos sus mediocres instantáneas cuando publicaban su trabajo. Y Manu tiene un premio que ése que hoy es jefe ni siquiera podrá tocar con sus propias manos. A cambio, el pedazo de fotógrafo que se enjuaga las lágrimas, apenas tenía un año cuando nació "Naranjito", pero fíjense bien en su cara: parece de mi quinta.

Soy lo suficientemente cinematográfica como para creer en la teoría de las compensaciones. Igual que sé que el día que mi chico se líe con la rubia de las tetas gordas a mí se me aparecerá Cholo Simeone (uno de los que están en mi "lista de los cinco permitidos") a suplicarme que coloque mis tacones en sus hombros. Por eso sé que la justicia divina, que no es otra que el tiempo poniendo a cada uno en su sitio, colocará a los protagonistas de esta historia donde cada uno merece. Mientras todo el planeta puede ver el trabajo de Manu con un simple golpe de "clic", hay quien se tiene que conformar con haber pasado a la historia de la fotografía por haber aparecido por alguna revista del corazón como acompañante de alguien infinitamente más famoso que él. Ya ni recordamos que un día miró la realidad a través de un objetivo. Seguramente porque nunca supo disparar como para que su obturador atrapara la imagen precisa y en el momento exacto. Hay quienes sólo ordenaron fusilamientos en las filas de los periódicos. Apenas tenían un álbum de fotos pero entendieron el triunfo quitándose de encima a grandísimos profesionales, a los que, como a Manu, nunca llegarán ni a la suela del zapato.