viernes, 20 de diciembre de 2013

Segundón de primera



Jaime Córdoba del Américas (EFE)


Se puede soñar con marcar el gol decisivo de una final de Champions. Recrear hasta la saciedad ese momento en el que atraviesas medio campo escapando de los jugadores del equipo rival, fintando al que osa acercarse de más, demostrando que merecieron todos esos sufrimientos, dolores y retos que te marcaste en cada uno de los entrenamientos. Has sabido mirar por el rabillo a tu compañero, hacerle el gesto oportuno para que se dé cuenta de que estás solo, que los defensas lo siguen a él y se olvidaron de tu bendita presencia. 

Te lo pasa. Lo tienes. 

Te mueres por explotar de felicidad cuando veas estrellarse el balón contra la red. El gesto de derrota del portero que calculó mal y cae rendido sobre el césped mascullando su mala fortuna de no poder evitar tu trallazo. No, no podrá. Se colará por la escuadra. En un segundo pasarán por tu cabeza todos los malos  momentos de tu trayectoria profesional. Los gritos, las exigencias, las ganas de tantos de que compitieras con más rabia. Los dolores físicos, los dolores del alma. Las inseguridades. El vértigo. El miedo a dejar de pertenecer a un equipo. 

Todo se diluirá cuando marques el gol de esa final de Champion.

Pensarás en los tuyos, en los que más quieres. En tu padre que te llevaba  a entrenar hiciera un sol de justicia o diluviara. En tu madre, que dejaba caer un bocata grande en la mochila porque sabía que terminarías muerto de hambre  y en tus bolsillos pocas veces hubo las suficientes monedas para comprarlo en el bar, camino a casa. En tu primer entrenador que apostó por ti y se empeñó en que jugaras con los que aún no te correspondía. En tu chica, en tu hijo. En esas dos personas que lloran de felicidad en esos momentos viendo al hombre de sus vidas tan inmensamente feliz. Admitirán entonces que mereció la pena todas y cada una de tus ausencias. 

Pero a ti te escupe la realidad a la cara. 

Tú no pasas de la mitad de una tabla mediocre, no se te olvide.Tienes una ficha escuálida que ni siquiera te permite irte estas Navidades a ver a tu familia. Que vive en Barcelona, querido. No en Sebastopol. Llevas años sin poder adquirir algo que no sea imprescindible y tienes que compaginar tu trabajo en el club de fútbol con otros dos para llegar a final de mes. 

Esta es la vida que elegiste.

Y vas cumpliendo años, claro. Y cada vez cuesta más subir por la banda izquierda detrás del balón sabiendo que la vida se te va en recuperarlo, manejarlo, controlarlo y seguir avanzando. Ni las piernas responden como antes ni le caes especialmente bien al presidente de tu equipo.. El que decide tu ficha, el que te pone el sueldo, el que decide realmente desde un oscuro despacho si mereces seguir con ellos.

Y el árbitro...¡Ay el árbitro! Siempre les caíste como el orto. A todos. Por hacerte notar, por ser tan meticuloso con sus actuaciones como si no existiera el error humano. Por exigirles profesionalidad en un mundo en el que cada vez hay menos. Hay alguno que te tiene especial ojeriza pero la culpa es tuya que no le perdonas que no pitara aquel penalti claro que te hicieron dentro del área y te dejó a dos puntos exactos de subir a Primera División, ¿recuerdas? Os la estábais jugando con ese equipo que siempre os huele el culo todas las temporadas. El empate no sirvió de nada; aquel penalti habría sido vuestra única salvación. Y tú lo habrías marcado.

Aquí estás. Jugando en la Liga que te corresponde. Brillando solo a medias, marcando  cuando se puede. Alegrándote con las pequeñas gestas frente a equipos igual de anodinos que el tuyo. Del montón. De los que sobreviven.

Nunca jamás abrazarás "la de las orejas" más que si esperas al equipo vencedor en el aeropuerto, alguno de los héroes se apiada de ti y te deja hacerte la foto correspondiente con un nudo en el pecho que no te dejará respirar. Aunque no seas de ese equipo, aunque no merezcas serlo. Aunque ni siquiera hayas tenido el valor de irte a jugar al Cádiz C.F. como hizo "Mágico" González simplemente porque lo que adoraba era vivir en la Tacita de Plata.

Asume de una puta vez que tú apenas eres un segundón de primera.