Milo Manara. El click. |
Después de ocho años, Roberta tiene novio. Mira que se empeñó en escapar de esa lotería en la que siempre perdía pasta, salía mal parada y terminaba con un agujero en el alma aún más grande que el hoyo del que escapó para venirse a Madrid. Pues ahora tiene novio. Y guarda en el móvil un montón de fotografías que te enseña en cuanto te ve, para que corrobores con ella, que el chaval tiene buena planta, que no importa si es más joven porque no se le nota y que éste ya sí que sí, le da lo mismo a lo que se dedique. Me lo contó la otra mañana que fui a verla. Necesitaba hablar con ella, que me contara, que soltara por esa boquita de labios gruesos lo que le viniera en gana, abrazarla, decirle lo guapa que está porque mira que es guapa y que llenara mi vida de esperanza de ésa que sólo quien sabe de verdad lo que es no tenerla, te la puede regalar. Lo demás todo son poses. Y a mí ya no me caben más.
Rubia de un bote tan barato que a veces parece que se ha teñido con plastidecor, con las piernas eternas, de las que pueden hacer una lazada en la espalda del que sea. Cara de chula. No, de rechula. Y siempre sobre unos tacones que obligan a rendirle pleitesía nada más verla. Y ahora enamorada. Como una perra.
Roberta debe de haberse acostado con más hombres que todas las mujeres que conozco juntas. Uno detrás de otro. Sin dejar títere con cabeza y merendándoselos a grandes bocados, sin saborear ni lo salados que son ni si llevan o no tropezones. Ella sólo abre la boca y acaba con ellos. Pasan por su vida como una exhalación y desaparecen como una mala tos. Sólo los más persistentes consiguen que recuerde sus nombres. Que ella es de las que nunca supera los quince minutos, tampoco necesita más. Tiene el récord. Y ahora mucho menos; está enamorada. Cuanto antes lleguen las nueve de la noche mejor.
Es a esa hora, cuando ya cierran todas las empresas, cuando Roberta se baja de su púlpito de once centímetros y enfila para el Cercanías. Dos kilómetros y 300 metros, lo tengo calculado, saca su abono transporte de la zona B1 y se va a casa, donde la espera su amor. Un chaval de 23 años, que aguarda con la cena hecha y que no le pide jamás dinero. Ni siquiera cuando es ella la que quiere que se lo pida. Roberta se acostumbró a que todo lo que ganaba tenía que compartirlo y no entra en razones si está con un hombre que no toca su dinero.
El novio de Roberta tiene una piel lisa, suave y divina que ella acaricia y besa con devoción. Con él elige vestuario cada noche con mucho más detenimiento que para el resto. Una camiseta de algodón, unos pantalones cómodos de los que la tapan hasta los tobillos y una bonito jersey que le tejió su abuela antes de que se largara de casa porque se había quedado más sola que la una. Que el invierno es duro, pero peor es tener que pagar el gas cada dos meses. Roberta se desmaquilla nada más llegar a casa, se toma la sopa hirviendo que su novio le ha preparado y se hace un gurruñito a su lado hasta que se van a la cama. Donde entonces ya no hay goma, sólo piel. Para que Roberta confirme a qué sabe la carne de hombre cuyo sabor ya había olvidado, metiéndose en la misma boca, con suerte profanada una veintena de veces ese día, el único trozo por el que ella no pondrá el cronómetro y que lamerá cien veces tardando el máximo posible para que ambos disfruten. Él con su empeño, ella con su sabor. Agarrándola con las dos manos y mordisqueándole la corona suavemente con los dientes, dejando que el labio inferior recorra todo el tallo hasta llegar a la cúspide. Esmerándose y deleitándose a partes iguales. No dejándole respirar siquiera antes de ponerse encima, a perderse en su pecho que siempre está limpio, que siempre huele bien. Apoyar las dos manos sobre los pectorales, separados por un caminito de hormigas de vello, colocarse encima y dejarle que entre dentro. Guiándole si hace falta, que nunca lo necesita, ya se sabe el camino. Notando cómo la de su novio se amolda a cada recoveco de su cueva y provocando ¡por fin! que Roberta se derrita. Sólo cuando están empapadas las sábanas, ambos se dan cuenta de que cuánto se necesitan el uno al otro, que son esos abrazos los que llevan todo el día echando de menos, que son esos gemidos que no son fingidos los que deberían escucharse hasta en el infinito. Las caras que el resto esperan se consiguen pronto; basta con ver cuatro películas porno.
El novio de Roberta ha venido a revolverle las entrañas.
El novio de Roberta ha venido a revolverle las entrañas.
Para Roberta todo era una transacción económica. Todos estos años ha esperado a que en vez de amor a raudales la sorprendieran con muchos ceros en una cuenta corriente. De esos que no se sabe de dónde vienen y que nadie se preocupa en descubrir porque eximen a sus propietario de responder ante autoridad alguna. Así, a paladas. En eso pensaba Roberta cada vez que se subía a un coche, tiraba para el descampado, abría su bolso para sacar un condón y colocárselo al maromo en cuestión. Hacerle una caidita de ojos sin por supuesto besarlo, tocándolo lo justito y necesario para ponerle la goma. Y venga. Abriendo esos labios de pecado que tiene y metiéndosela en la boca, utilizando sus gloriosas artes para que quepa entera al tiempo que succiona haciendo gorgoritos que parece que le salen de la mismita garganta. Todas tenemos nuestro truco. Permitiendo por supuesto que le toquen esas tetas de infarto que quisiera tocar hasta yo pero separando muy mucho hasta dónde va a llegar, que son 20 el completo y 15 chuparla. Si quieres fiesta por todo lo alto no queda otra que soltar 50; ella te devuelve los 15 que te sobran, tranquilo.
Puta sí; honesta, más que ninguna.
Regresé a casa después de ver a Roberta con el pelo chorreando porque ni paraguas llevábamos ninguna. Con más besos de los que me dieron en todo el resto del día y con la sensación de que el amor sólo puede ganarse como ella se lo ha ganado, diciendo la verdad. Y con la absoluta certeza de que Roberta esa noche dormiría abrazada al hombre que ama y que consiente que se busque la vida como ella ha elegido. Roberta es de las que prefiere ganar 100 € la hora con desconocidos que deslomarse quitando basura ajena por diez veces menos. Porque, dejémonos de mierdas, todos conocemos a esas otras putas que no merecen ningún respeto, por muchos trajes de marca que luzcan y sean de las que cada domingo cumplen con los preceptos de dejarse ver con la familia al completo. Aunque en vez de en Marconi trabajen en despachos de plantas altas, consiguiendo trabajos y ascensos que no merecerían jamás y haciéndoles la vida imposible a todos los que las rodean. Ésas a las que se les llena la boca al hablar de ética y decencia, que en vez de clavar las uñas sólo en la espalda del hombre que las hace felices, como hace Roberta, apuñalan por la espalda y patean a los que sufren varios escalones por debajo.
Yo prefiero a Roberta. Para regalarle a ella y a su novio una buena canción. Y que esta noche la escuchen cuando se amen como muy pocos sabemos amarnos ya.