Una vez que ya ha resucitado dios vuestro salvador, digo yo que podríamos ponernos de nuevo a hablar de lo que verdaderamente importa, que al fin y al cabo somos nosotros. Si es lo único, para qué mentir, si no de qué tengo yo este disgusto porque el jurado del III Concurso del Bistró que ha montado La Central no ha tenido a bien que quede finalista con mi cuento. Con lo que me costó que fuera tan corto. Nerviosa crucé los dedos con la esperanza de que al menos fuera una de las elegidas a creer que lo merecían. Con todas esas dosis de melodrama que le doy yo a todo lo que me pasa y después de haber imaginado a alguno de los componentes del jurado preguntándose si era efectivamente yo, la otra Celia Blanco, la que aspiraba a su beneplácito.
Pues no. No gustó. Solo dos mujeres entre tanto hombre y ninguna sería la Tana. Pues no me llevo yo bien con los hombres como para haberme merecido una tarde de risas con todos ellos... Enhorabuena a los candidatos y suerte con el veredicto final. Yo, por lo pronto, dejo aquí mi cuento.
Voy a seguir pensando, quieran o no, que el sexo es mucho más divertido conmigo dentro...
Voy a seguir pensando, quieran o no, que el sexo es mucho más divertido conmigo dentro...
UN
HOMBRE HONESTO
Ninguno
de nosotros sabe a ciencia cierta si cuando mi abuelo contrabandeaba en
Chafarinas, aprovechando su condición de militar, no escondió también algún secreto
de su padre, el Argentino. El rubio porteño que llegó a Melilla justo con las
primeras trifulcas de la Guerra del Rif. El que se enamoró de una musulmana que
se arrancó el velo, cambiándose el nombre e inventándose una vida.
La única
herencia que mantenemos en esta familia.
Con
ellos se crió mi padre, con sus abuelos. Creció con la Mora y el Argentino,
como los llamaban en Melilla. Con ellos dos y con su primo Sebastián. El primo
Sebastián era el único hijo de la tía Virtudes, la segunda hija del Argentino y
la Mora, la que murió de una neumonía justo cuando los dos primos dejaron de
usar pañal, lo que llevó a los padres y hermano de la muerta a determinar que
Sebastián no podía criarse solo. Al fin y al cabo mi padre tenía dos hermanos
más y el pobre primo por no tener no tenía ni padre. O sí. Un padre que tenía
otra mujer que no era la tía Virtudes y una recua de infantes a los que sacaba
a pasear.
El
primo Sebastián y mi padre se criaron juntos. Mi padre se quedó retorcido porque
su hermano lo torturó haciéndole lo que hace cualquier hermano mayor: burlarse
del más pequeño asegurándole que vivía con los abuelos porque su familia no lo
quería. Tanto lo repitió que mi padre dejó de quererlos de cuajo.
Bajaban
mi padre y su primo Sebastián la cuesta de Santa María Micaela con el diablo
entre las piernas. Vinieron a decirle a la Mora que algo le pasaba al Argentino.
Que no había sentado siquiera a los de la última sesión. El abuelo de mi padre
era el acomodador del cine Iberia, el mismo que había perdido en una partida de
póker en la que se presentó la Mora con los niños de la mano. A gritarle a su
marido que saliera de aquella timba tan maldita como en las que había perdido las
dos farmacias.
Las
dos.
Sin
aliento llegaron los primos al cine Iberia. Fermín, el de la taquilla, abrió la
puerta y los conminó a guardar silencio. La película llevaba rato y él solo
dejaba entrar a su mujer con la sala a oscuras para que viera el estreno sin
pagar la peseta con setenta y cinco que costaba la sesión doble. Así que
cuidado chavales; ahí lo tenéis, en la última fila.
NI ruido
hicieron los primos hasta llegar a su abuelo, su padre, o lo que fuera el viejo
a aquellas alturas. Ahí estaba, sentado en una butaca, los ojos abiertos y una
mueca de risa floja en la cara. Las manos juntas debajo de la tripa, sobre las
piernas. Frío. Rígido.
Era
la primera vez que veían un muerto y encima era su abuelo.
Fue mi
padre el que se atrevió a tocarlo. Le cerró los ojos igual que había visto hacer
en las películas de la sesión de los sábados a las cuatro. Su primo Sebastián mantuvo
las distancias y apenas se envalentonó antes a mover la mano frente a los ojos del
hombre a ver si reaccionaba y les daba la alegría de estar haciendo el bobo.
Pero no. Estaba muerto.
En
la pantalla, un tipo gris junto a una rubia despampanante. De esas que de
guapas se salen. Con una boca y unas curvas convexas que pedían comérsela a
mordiscos. Pelo corto, ondulado. Y un bendito lunar en su mejilla izquierda.
Detrás de los dos adolescentes, hercúlea y magnífica, ella. Comentando no sé
qué de Nueva York en verano, cuando pocos se quedan con esa humedad y calorazo,
y mandan a la playa a la mujer y los
hijos. En la butaca, tieso, el abuelo con las dos manos ocultándose las partes
pudendas.
Mi
padre se habría ahorrado el trauma de ver muerto a su abuelo si hubiera vivido
en la casa familiar. Pero él no quería a sus padres como a aquel argentino al
que le cerró los ojos. Y mucho menos prefería a sus hermanos al niño de doce
años que lo lloró con él. Que los Blanco eran unos sinvergüenzas quedaba claro
en cualquiera de las dos casas, en Melilla o Chafarinas. Solo que el Argentino enseñó
a mi padre lo que era ser un hombre honesto: el que ante una hembra como
aquella que muestra las columnas de la perdición, le estalla en mitad del pecho
el corazón.
Y al
tiempo, se le revienta la entrepierna.