Milo Manara |
Qué mejor altar para él que aquel estrado de la facultad desde el que daba clases. Lo recuerdo alto, o al menos siempre me lo pareció, bien vestido sin estridencias: pantalones vaqueros y camisas. Un toque elegante sin ir hecho un pijo como muchos a los que servía copas para pagarme la Universidad. Un discurso perfecto. Periodístico. Capaz de que te buscaras en la feria del libro antiguo los "Artículos escogidos" de Mariano José de Larra por gusto. Sólo por gusto.
Ya se había encargado él de provocarte para que quisieras leer los artículos de un periodista que trabajaba en plena Década Absolutista de Fernando VII. "El Molesto", que diría Forges. Te había convencido desde el altar de la clase de historia del periodismo español, quinto curso, en una de esas homilías en las que al situarte, te aventuraba que Mariano José de Larra sufría como tú y como todos, por amor, desamor, indignación y pecados. A mordiscos, escupitajos y clamores al cielo.
Cómo ibas a perderte leer esos artículos...
Encima lo ponía difícil. Mucho. Aprobar su asignatura sólo era posible si se contestaban todas las preguntas. Tenías que saberlo absolutamente todo. No iba a ser siempre tan fácil como entrar en una de las televisiones privadas emergentes en aquellos noventa. Y cuando se lo contaras debías hacerlo bien, como una profesional. Porque el discurso con el que expondrías tus plegarias determinaría también tu éxito o fracaso. Tu contrato con él, con don Benito, establecía que debías aprender historia del periodismo español. No cualquier cosa.
Yo lo llamaba don Benito. Se lo anuncié al final de una clase, al acercarme a hacerme notar. Le expliqué que si tan fascinante era Benito Pérez Galdós, al que citaba continuamente, le pedía permiso para llamarlo así, en vez de por su nombre. A aquellas alturas de curso quedaba claro que me gustaba su historia y me gustaba él. Y mi profesor se había dado cuenta de ambas.
En sus homilías hacía referencia a las tardes que pasaba en el Ateneo de Madrid de la calle del Prado. Y cómo terminaba casi siempre tomándose unos vinos en "la Venencia", en Echegaray. Todo calles del barrio al que yo me había trasladado un par de años antes y cuyas esquinas descubría con todos los que tuvieran una cicatriz que mereciera lamérsela de principio a fin..
Fue una delicia aprenderme su doctrina...
No hizo falta siquiera que aquel profesor me hiciera el más mínimo caso; nunca me lo hizo. Bastó con que me permitiera llamarlo don Benito. A mí. La misma que dejaba que el portador de un costurón glorioso en su cadera izquierda, la arrinconara contra la pared del número 2 de la calle Cervantes; sabía que me ponía cachonda que me follaran en la casa de Cervantes. Qué pena que en aquellos años viviera en esa finca Juan Alberto Belloch entonces ministro. La de escoltas que había en el portal y la de veces que impidieron que yo me corriera. Me conformé con la ocasiones en las que me metieron mano en los aledaños apoyando las dos manos en una pared de esa calle, abriendo las piernas, dejando que mi acompañante me acariciara y se empecinara en clavármela allí mismo. A mí lo que me ponía era que fuera la casa de Cervantes, que Belloch durmiera en uno de los terceros y que pudiera aparecer don Benito en ese mismo instante. Quería que me viera maleando por Madrid con los artículos de Larra en el bolso.
Denme un buen profesor capaz de hacerme entender lo que él ya conoce. Uno que me aporte mucha literatura. Déjenme que le rece, que le suplique que cuente más. Que aprenda sus evangelios y pueda trasladarlos a mi vida. Soy la más fiel devota del que enreda en esos evangelios.
Y en esa liturgia, de rodillas, sí que soy poderosa.
Cómo ibas a perderte leer esos artículos...
Encima lo ponía difícil. Mucho. Aprobar su asignatura sólo era posible si se contestaban todas las preguntas. Tenías que saberlo absolutamente todo. No iba a ser siempre tan fácil como entrar en una de las televisiones privadas emergentes en aquellos noventa. Y cuando se lo contaras debías hacerlo bien, como una profesional. Porque el discurso con el que expondrías tus plegarias determinaría también tu éxito o fracaso. Tu contrato con él, con don Benito, establecía que debías aprender historia del periodismo español. No cualquier cosa.
Yo lo llamaba don Benito. Se lo anuncié al final de una clase, al acercarme a hacerme notar. Le expliqué que si tan fascinante era Benito Pérez Galdós, al que citaba continuamente, le pedía permiso para llamarlo así, en vez de por su nombre. A aquellas alturas de curso quedaba claro que me gustaba su historia y me gustaba él. Y mi profesor se había dado cuenta de ambas.
En sus homilías hacía referencia a las tardes que pasaba en el Ateneo de Madrid de la calle del Prado. Y cómo terminaba casi siempre tomándose unos vinos en "la Venencia", en Echegaray. Todo calles del barrio al que yo me había trasladado un par de años antes y cuyas esquinas descubría con todos los que tuvieran una cicatriz que mereciera lamérsela de principio a fin..
Fue una delicia aprenderme su doctrina...
No hizo falta siquiera que aquel profesor me hiciera el más mínimo caso; nunca me lo hizo. Bastó con que me permitiera llamarlo don Benito. A mí. La misma que dejaba que el portador de un costurón glorioso en su cadera izquierda, la arrinconara contra la pared del número 2 de la calle Cervantes; sabía que me ponía cachonda que me follaran en la casa de Cervantes. Qué pena que en aquellos años viviera en esa finca Juan Alberto Belloch entonces ministro. La de escoltas que había en el portal y la de veces que impidieron que yo me corriera. Me conformé con la ocasiones en las que me metieron mano en los aledaños apoyando las dos manos en una pared de esa calle, abriendo las piernas, dejando que mi acompañante me acariciara y se empecinara en clavármela allí mismo. A mí lo que me ponía era que fuera la casa de Cervantes, que Belloch durmiera en uno de los terceros y que pudiera aparecer don Benito en ese mismo instante. Quería que me viera maleando por Madrid con los artículos de Larra en el bolso.
Denme un buen profesor capaz de hacerme entender lo que él ya conoce. Uno que me aporte mucha literatura. Déjenme que le rece, que le suplique que cuente más. Que aprenda sus evangelios y pueda trasladarlos a mi vida. Soy la más fiel devota del que enreda en esos evangelios.
Y en esa liturgia, de rodillas, sí que soy poderosa.