"Kamasutra" de Milo Manara |
Nací con la voz grave.
Tan grave como para que el propietario de un bar en Chueca que frecuenté durante dos años con todos sus días y sus noches, quisiera ligar conmigo. Yo iba siempre rodeada de amigos, muchos gays. Nos gustaba porque seguía siendo un bareto de mierda en mitad de un paraíso de estilo, sofisticación y estilo en el que se dejaba ver lo más bonito de la ciudad envueltos todos en papel de celofán. Al "Alonso" iban las putas, los borrachos y lo más desarrapado y sucio de todo el barrio. Los botellines estaban a 0'60. Sí, a menos de un euro y en la Calle de la Reina. Eso y sus pepinillos en vinagre y pipas con sal hicieron el resto.
Íbamos todos los días.
Roberto me sacaba unos cinco años aunque aparentara muchos más. Simplón, lento, de los que se ponen nerviosos cuando la fauna que éramos irrumpíamos en su bar lo mismo en chancla que con unos tacones de vértigo. Ellos y ellas. A ver por enésima vez los vídeos en VHS que había grabado en la década de los 80, pasándose las horas muertas delante del televisor sin salir a dar ni una triste patada a un balón. Roberto había trabajado toda su vida allí, en el "Alonso". Y había visto evolucionar ese barrio desde el montón de mierda que era hasta el estiloso compendio de géneros sexuales en el que es gracias a los homosexuales y los desarrapados que no tuvieron otra que quedarse o irse allí. A vivir.
A Roberto le gustaban todas.
Y luego yo.
Dejemos claro que mis rasgos son angulosos y retienen como pueden todo lo exagerada que soy, que es mucho. Hablo a voces, gesticulo. Parece que todo se me va a salir de la cara. Ojos enormes y redondos, manos duras de dedos chatos, piernas recias y pie grande. Y me cabe el puño entero en la boca. Lo puedo demostrar. Estoy segura de que Roberto en aquellos dos años me vio ganar apuestas con ese truco, porque yo en ese bar me he dejado hasta 20€ en una noche... Echen cuentas.
No paseo amantes más que cuando dejan de ser clandestinos; la noche que el dueño del bar de mi salvación se lanzó al vacío de confesar su amor, yo me paseaba con un animal de 1'90, muy poco pelo pero patillas de hacha hasta media mandíbula y una cicatriz de esas que se le notan hasta los pliegues de las grapas que retuvieron la hemorragia.
En aquella barra de bar, Roberto me había estado observando durante mucho tiempo. Sabía que daba besos en la boca a los que consideraba mis amigos, fueran hombres o mujeres, escuchaba todas las historias de amantes furtivos de los que confesaban y soltaba algún que otro "¡olé!" si la faena relatada era de corrida buena...
Fuera de quien fuera.
Allí, cuando pedía la quinta o sexta ronda, Roberto se lanzó. Lo dijo así, con su media sonrisa de tímido y bobalicón suya. Una frase más pero en un tono muy diferente. Muy despacio, casi un susurro.
-Tana, qué guapa eres.
A mí me hizo gracia. Otra frase de las que derrochaba con todas y cada una de las mujeres que nos dejábamos caer por el "Alonso": "Qué guapa, estás", "No te acerques mucho con ese escote, que me conozco", "¡Ay, madre si me hicieras caso!" Una más. Otra igual.. Sólo que esta vez lo dijo mirándome a la cara, a los ojos. Me cogió la mano con la que yo agarraba los botellines, reteniéndola para que le prestara atención y lo soltó.
- Cuánto me alegro de que por fin seas mujer, mujer. Qué guapa eres - repitió -. Me gustabas mucho antes pero no me atrevía a decírtelo. Me encantaría estar contigo.
Ni qué decir tiene que me quedé de piedra.
Aquel hombre estaba más que acostumbrado a todos los poliedros posibles en un barrio como Chueca y en un mundo en el que viva yo: con todos los elementos cogidos a puñados. Dos, tres, uno o ninguno. Pero se había encandilado de la que era mujer, mujer por no haberlo sido antes.
La que, según él, había conseguido por fin ser lo que de verdad era y no lo que la naturaleza había ordenado. Roberto estaba convencido de que yo era transexual. Que en mi DNI lo mismo ponía que me llamaba Ramón. Pero por fin era la Tana.
Me fascinó.
No hubo comprobación "in situ" porque tampoco hacía falta. Le confesé que era mujer de nacimiento, lo cual no implicaba por supuesto que "sólo hubiera enredado con hombres", maticé. Traté de convencerle de que no le estaba ocultando la verdad, pero que le agradecía infinito su piropo. Pagué otra ronda al respetable, incluyendo al Patillas que se reía más que ninguno sabiéndose novio mío.
Roberto sirvió todos los botellines que le pedimos y nos regaló una última ronda.
Seguimos yendo al "Alonso" unos cuantos meses más hasta que desaparecimos. No hubo ninguna razón e incluso un par de años después le confirmé que era mujer presentándome en el bar con un bombo de siete meses acompañada del mismo macarra que él conocía como mi último macho. Pocos meses después el "Alonso" cerró. Una mañana Roberto cayó desplomado por un infarto cerebral que lo retuvo en coma unas cuantas semanas. Alguien me contó que finalmente murió.
De Roberto casi ninguno de los incondicionales de Chueca se acordará. A su bar no iban periodistas conocidos, ni su cerveza era de importación. Por no tener no tenía más que frutos secos en cuencos gigantes y unos pepinillos y berenjenas en vinagre que devorábamos chuperreteándonos los dedos.
Suficiente.
Roberto consiguió que yo me reconciliara con este tono de voz masculino que me gasto que puede hacer dudar de si soy un hombre o una mujer por el lugar que ocupa en la escala de graves. Hablo de sexo sin el más mínimo problema y confieso entornar un poco los ojos para decir la palabra "polla" lo mismo la suelte en el salón de mi casa o frente a los micros de la Cadena Ser.
Cuando digo "coño" levanto la ceja. Manías que tiene una.
Pero me esmero mucho con mis interlocutores porque me encanta que me cuenten con todo lujo de detalles cómo les gusta que se los merienden, no vaya a estar perdiéndome algo.
Roberto me dejó toda la literatura del mundo para que yo entendiera que a él el sexo le gustaba en general, las mujeres en particular. Y después yo.
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