Joan Vilatoba, 1915 |
El día que me muera quiero que alguien pague por una esquela en el periódico. Que se gaste la pasta en celebrar que cumplí mi misión aquí, que marcho hacia ese lugar en el que saldaré todas mis cuentas. Bautizamos como "el tonto de la medalla" al vecino que vino hace más de un año a mi casa a comunicarme que me retiraba el saludo "por sus profundas convicciones religiosas". Provocándome toda la hilaridad del mundo. Corroborándome que a qué mejor sitio ir cuando no sea lo único que he querido ser en esta vida: carne.
Yo no iré al cielo.
Mi hermana asume hace tiempo que habrá una esquela en la que no quedó otra que rubricarme el personaje. Una protagonista que pudiera unir las medias de tela de araña, los tacones de 11 centímetros, la última infidelidad de Hanif Kureishi y una copa de buen vino. Una caricatura de mí misma que geste su dolor siempre en la boca del estómago, en las tripas, dejando que ascienda serpenteando por la tráquea hasta formar ese ovillo enredado en mitad de la garganta.
El que hay que escupir. Así.
Ella que me quiere casi más de lo que puede permitirse, sabe que es importante que mi esquela aparezca ahí, en prensa. Para que en el momento de tirar las cenizas donde tenga a bien esparcirlas, se acerque más de uno. Aunque sea a mirar. Reunir en torno a mis caderas a todos y cada uno de los que bebieron en sus curvas, comieron en sus hondonadas y flanquearon la puerta.
Ya que llegaste hasta aquí, aprovecha que tuviste los diez dedos agarrándolas enteras.
Para rizar el rizo, me gustaría que mi propia liturgia coincidiera con la noche de difuntos. Que mis amantes vinieran cada uno desde su tumba. Ordenaditos o de revolera. Mirándose a la cara, distinguiéndose. Preguntándose a sí mismos si aquel puede que sea el que conoció secretos monárquicos un buen día de difuntos al tiempo que sujetaba mi mandíbula entre sus piernas.
Sí, ése es. Por algo parece un drácula.
Reunión de pervertidos que siguieron mi reguerito de ámbar. Se lo dejé a cada uno pegado a la piel al cometer la fechoría de restregarla con la mía. El olor amaderado que no arrancaron por mucho que restregaran esponjas, por mucho que disimularan con los perfumes que otras les regalaron. Merezco además mi propia escena hilarante entremezclada con sorbidos de mocos. Y una buena ráfaga de viento que me una para siempre con toda la cinematografía que me hubiera gustado filmar.
Conduciré mis pasos hacia ese averno al que me han condenado. Donde espero estén todos y cada uno de los villanos que se empeñaron en llegar antes que yo. Seducirlos de nuevas o repetir con los que merecieron un bis. Sacar la groupie que llevo dentro y enloquecer sobre ellos. Honrar a esos muertos del único modo que sé, sacando de debajo de mi nueva cama, la que entonces esté rodeada de fuego, una inmaculada colección de zapatos de tacón para ascenderlos, enfundandos en los pies, a los cielos de los hombros del que profundice en mis cuevas.
Será en ese infierno en el que conmute mis pecados donde vuelvan a agarrarme los tobillos para que clave las rodillas y las manos en las sábanas. Para que pegue la cabeza a la almohada. Para que espere la resurrección de mi carne que me llega con cada pecado y lo haga en el único lugar donde podrían permitirme el lujo de elegir la plegaria cuyo salmo idolatro.
Tranquilo, solo he muerto.
Y te he esperado en el infierno.
Tienes alma de mito.
ResponderEliminarSalgo de tus textos jadeando, con una satisfactoria sonrisa de cabrón travieso. Qué maravilloso es leerte.