sábado, 5 de julio de 2014

Verano, por fin.








"Gulliverina" de Milo Manara




Qué bien que por fin el calendario se situó dónde mejor puede estar para que yo me venga arriba. Esas fechas en las que lo mejor que me puede pasar es no tener más obligación que descansar de todas y cada una de mis aristas y seducir a los tipos que ponen el verano como excusa para pasar como una exhalación por mi vida. 


Me encantan los amores de verano. 



Toni se llamaba el chaval que me dio mi primer beso en los labios. No tengo ni que pararme a pensar mucho para recordar los detalles que interesan: playa de la base militar de Pollença (Mallorca). Media docena de niños y niñas que pasábamos una quincena de retiro con nuestras familias, en residencias de verano instaladas en cuarteles y bases militares que el Ejército del Aire destina para sus trabajadores. Buen precio, excelente servicio y en lugares fantásticos. 



Un lujazo, oigan. 


Toni había llevado en la cesta de su bicicleta un cassette de esos que los macarras un poco mayores denominaban "loro". El suyo con doble pletina, lo más. Era el líder de la pandilla: mayor que los demás, él empezaba el instituto en septiembre; pelo castaño, alto. De esos a los que el verano, tostaba la cara y clareaba la medio melena. Un puro nervio de chaval, sin músculo de gimnasio pero sí de enredar. El que mejor montaba en bici (hasta sin manos), el que daba volteretas antes de caer sobre el agua después de salir disparado de la toalla, el que chapurreaba un poco de inglés porque sus padres eran mallorquines y él tenía la suerte de ir cada verano. Manos enormes, un 45 de pie, tres palmos más alto que el otro niño de la panda y lo más importante del mundo: mellado. Un triángulo perfecto en los incisivos centrales convertían su dicción en un seseo insolente que me enloquecía.


Cuando hablabas con él era como si conversaras con una serpiente...

Y encima más bueno que el pan. Brutal. 

Que fuera el primero que me tumbó en la arena para pegar sus labios a los míos y llenarme el pelo de conchitas diminutas, marcaría mi forma de disfrutar todos los veranos que han de pasar por mi vida. Aquel beso me lo dieron la última noche de la pandilla juntos. A la mañana siguiente regresábamos a Madrid y de ahí cada uno para su pueblo. No saben lo lejos que está Cuatro Vientos de Getafe sin el MetroSur. Máxime cuando tienes doce años y te besa uno de quince. 

No lo he vuelto a ver en toda mi vida.

Si de algo soy penitente es de la cofradía del santo verano. Yo también entro en éxtasis en  mis procesiones. Abriendo mucho los ojos para no perderme detalle del bálamo que lamo. Arropándolo dentro de mi boca, arrastrándolo hasta el fondo del pozo, encogiéndoseme la garganta cuando roza cualquiera de mis dos campanillas. Dos, sí. Recuerden que yo tengo dos. De ahí que mis autos de fe pasen por ellas. Para volver a sacar su pene apretándolo en los labios, regodeándome en el cáliz que guarda el vino de su santidad.

Y no parar hasta beberlo.

Igual que por las calles sevillanas los feligreses cantan saetas desgarrándoseles la voz honrando un trozo de madera, yo rezo a voz en grito las oraciones en cada penetración con amén incluido. A mí también se me saltan las lágrimas de emoción viendo a mi santo cuando brota mi garganta y me explotan las entrañas en un pedazo de polvo. Ese, santo y divino. Yo también quiero terminar con las muñecas laceradas de que me agarre los brazos contra las sábanas de cualquier cama. O los cinco débiles moretones en cada una de mis caderas que demuestran que me colocó para clavármela hasta el fondo.

Sí, mi liturgia deja también marcas. Y sólo encuentro bálsamo en dedos ajenos que las acarician de noche en las terrazas. Siempre lo asocio a noches cargadas de sexo... "Contigo Dentro".

Qué suerte tengo de que por fin sea verano.



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