Se supone que hombres y mujeres nos movemos en los mismos terrenos. Se supone que en materia de sexualidad ambos géneros caminamos en la misma dirección, aunque nos empeñemos y defendamos hacerlo en sentidos contrarios. Se supone además que las mujeres no deberíamos exigir una igualdad que, también entrados en suposiciones, nos sería innegable por su propia cotidianeidad. Ja. Más quisiéramos...
A los hombres les sigue extrañando que las mujeres llevemos condones en la cartera.
Esta mañana, después de desayunar con Mi Canalla y MiMoco, he entrado yo sola a comprar el pan en una de esas cafeterías donde lo mismo te venden un chapata de cereales como te sirven un sandwich de pavo con manzana. Delante de mí había dos personas: una mujer esbelta, rubia de pelo corto y ojos inmensamente azules, cinco o seis años más joven que yo y un hombre unos diez años mayor que ella, del que apenas podría destacar nada por lo anodino y vulgar que era. La chica se ha apartado al colocarme yo en la fila para pagar la barra de pan y el hombre sacaba un billete de poco valor por el desayuno que acababan de consumir. Yo esperaba mi turno sin fijarme mucho en ninguno. El tipo ha retrocedido un par de pasos para dejarme hueco mientras guardaba las vueltas en su cartera, de tal forma que yo me he quedado justo a su lado mientras buscaba el euro que costaba mi pan, así al abrir mi cartera, él se quedaba lo suficientemente cerca como para poder ver con total nitidez su contenido. Soy de las que guardan multitud de papelitos y recibos entre las monedas, tickets y facturas que de vez en cuando saco para tirar en la papelera cuando me entran esos ataques de orden y recoloco las cosas de mi pequeño y personal caos. Aprovechando que la joven de la pastelería esperaba también su turno frente a la máquina registradora, he procedido a aligerar de porquerías el bolsillo de las monedas. En esto que se ha visto con total perfección el condón que llevo dentro. Tensión de glúteos. No los míos por supuesto, conozco perfectamente ese condón; lo guardé yo. Pero al tipo que estaba a mi lado, le ha debido de parecer casi como si en vez de un pequeño preservativo, yo hubiera puesto encima del mostrador un consolador del tamaño de un obús. Que tengo el mismito derecho. Ni qué decir que ninguna de las mujeres que estábamos alrededor le hemos dado ninguna importancia al sobrecito minúsculo de plástico con la funda de látex dentro.
A partir de aquí, ha procedido a desplegar todo su encanto patético. Lo primero que ha hecho ha sido recurrir al manido recurso de la climatología de este crudo y eterno invierno. "Y decían que no iba a hacer frío", ha soltado. Yo, la verdad, ni siquiera lo he mirado; he dado por hecho que la conversación que iniciaba no era conmigo sino con la joven que lo acompañaba. "¡Pues menos mal! -ha seguido- veo que tú no te lo has creído y te has abrigado bien" - ha seguido mientras con dos dedos ha acariciado el chaleco de piel sintética que yo llevaba puesto. Entonces me he dado cuenta de que la rubia del pelo corto estaba tres o cuatro pasos apartada de nosotros, ensimismada con el repertorio de los pasteles expuestos; imaginaciones glotonas de deseos que, a juzgar por su talla 36, hacía tiempo que no disfrutaba. Me hablaba a mí. "Bueno, ni siquiera lo había pensado"- he contestado. "Ya; pero se te ve preparada".
Le hubiera faltado darme un golpecito de complicidad con el codo, hacerme gestos con la cabeza señalando el condón que yo guardaba ya en su sitio riéndose de su propia gracia. Sin duda, le habría pateado la cara. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Si en vez de haber visto mi condón hubiera visto el que espero lleve en su cartera Mi Canalla, su reacción habría sido muy diferente. Porque los tíos de mi generación llevan condones en los bolsillos desde los 15 años a pesar de que el primero lo debieron de usar caducado. Pero las mujeres de mi edad acabamos de empezar, como aquel que dice, a normalizar el uso de nuestros propios métodos anticonceptivos y a no ocultarlo. Sobre todo porque no caemos en la cuenta de hacerlo.
La joven filiforme no se ha percatado de la situación absurda y ha salido de la cafetería. Yo he dejado mi euro sobre el mostrador, he guardado la cartera con el preservativo en la mochila y he ido hacia la puerta. El pollito chistoso ha debido de pensar que debía actuar como gallo del corral y ha dado un par de ridículos saltitos para adelantárseme y abrirme la puerta. "A ver si mañana te veo antes de que salgas de casa y así me entero si debo abrigarme o no", me dice. "Uy, no hace falta -le he contestado mirándole a los ojos -. Basta con que abras la ventana y saques la nariz. No es tan difícil". Y me he ido dando las gracias a las chica que me acababa de atender.
Lo peor es que estoy segura de que si en vez de un condón hubiera llevado uno de los múltiples chupetes de MiMoco, jamás me habría dirigido la palabra. ¡Una madre! Uf, qué pereza. Pero una tía que lleva preservativos... Ummm...
Afortunadamente, llevo condones en la cartera porque no sólo me permiten follar donde me da la gana y con quién me da la gana; sino que además son el mejor medidor de gilipollas del siglo XXI. No fallan.
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